Crisis Financiera (1): qué ha pasado
La tormenta perfecta sigue su curso inexorable y todos nos preguntamos cuál es
la solución. Antes de hablar de remedios, es importante saber qué ha pasado
porque, sin un diagnóstico correcto, no hay soluciones acertadas.
Todo empezó en 2001, cuando Alan Greenspan quiso evitar el colapso de la bolsa
tras el fiasco de las punto.com reduciendo los tipos de interés desde 6,5% al
2,5% en menos de un año. Con esos tipos tan bajos, los bancos, que viven de
prestar dinero a cambio de un interés, buscaron rentabilidad en familias con
pocos ingresos y con una alta probabilidad de no poder devolver la hipoteca,
familias llamadas “subprime”. Al tener un riesgo superior, esas familias pagaban
un interés más alto, aunque los bancos pensaron que el peligro quedaba mitigado
por el hecho de que el precio de sus viviendas estaba subiendo: si algún día
tienen problemas, pensaron, las familias podrán vender la casa a un precio
superior al de la hipoteca, cosa que les permitirá devolver el dinero.
Pero los márgenes que podían cobrar eran tan pequeños que, para obtener
rentabilidad, tenían que multiplicar el volumen. El problema es que el número de
hipotecas que podían dar estaba limitado por la regulación de Basilea que impide
que los créditos concedidos por un banco sobrepasen una determinada proporción
de su capital. Curiosamente, lo que sí permite esa regulación es que los bancos
creen unos fondos de inversión paralelos (llamados “conduits”) que compren sus
créditos. Y así lo hicieron: los “conduits” pedían prestado, compraban las
hipotecas a los bancos y éstos recuperaban el dinero. Al haber desaparecido el
crédito de sus balances (y al permitir la regulación de Basilea que la
contabilidad del banco y la “conduit” se hiciera separadamente), los bancos
podían volver a prestar el mismo dinero una y otra vez, ampliando de esta manera
el negocio.
Los “conduits”, a su vez, cogían las hipotecas, las reempaquetaban (en lenguaje
sofisticado, “titularizaban”) de maneras tan complejas que conseguían ratings de
AAA que indicaban un riesgo mínimo y las vendían a bancos de inversión. Para
facilitar la operación, incluso obtenían seguros con nombres pomposos como “credit
default swaps”. Los bancos de inversión, a su vez, utilizaban esos activos como
garantía para pedir créditos adicionales y apalancar más operaciones
financieras, creando así una enorme bola de nieve de activos que, por muy
sofisticados que fueran, tenían como garantía última las hipotecas de las
familias subprime.
Y todo iba eso muy bien mientras el precio de la vivienda subía. Pero llegó un
día en que dejó de subir. Las familias que habían pedido prestados 100.000
dólares vieron que su casa sólo valía 60.000 y tuvieron que tomar una decisión:
devolver una casa de 60.000 o devolver una hipoteca de 100.000. No hay que ser
muy listo para ver que, si la regulación permite escoger, muchos devolverán la
casa y no pagarán la hipoteca. Y resulta que la regulación permitía escoger y,
por lo tanto, decidieron no pagar: la
morosidad se disparó y todos los activos garantizados por esas hipotecas
empezaron a perder su valor y a ser catalogados de ‘tóxicos’. El problema es que
habían sido re-titularizados tantas veces que nadie sabía ni cuántos activos
tóxicos había ni quién los tenía. Eso creó una desconfianza entre bancos que
hizo que dejaran de prestarse dinero unos a otros. Los tipos de interés
interbancarios (como el Euríbor) se dispararon y, con ellos, los pagos mensuales
de millones de familias que dejaron de poder pagar sus hipotecas. La morosidad
aumentó, no ya entre las familias subprimes sino entre todas las familias del
mundo. Las aseguradoras tuvieron que desembolsar lo asegurado… pero no tenían
dinero suficiente por lo que fueron las primeras en quebrar. Sus nombres: Bear
Sterns, Freddie Mac, Fannie Mae y AIG. ¿Les suenan?
Y aquí volvió a aparecer la regulación de Basilea: los bancos de inversión como
Merril Lynch o Lehman Brothers habían utilizado esos bonos que ahora eran
tóxicos como garantía financiera y la regulación decía que, cuando el valor de
esas garantías bajara, los bancos estaban obligados a deshacerse de otros
activos y utilizar el dinero para reponer la garantía perdida. El problema es
que eso pasaba justo en el momento en el que nadie quería comprar esos activos a
precios razonables. Pero como estaban obligados a vender, vendieron.
Eso sí… ¡a precio de saldo! Eso aumentó sus pérdidas, cosa que redujo la
cotización de sus activos, cosa que les obligó a vender más, cosa que les
aumentó sus pérdidas,… y así sucesivamente en una espiral negativa de pérdidas y
caídas de cotización que les llevó a la quiebra. El pánico financiero estaba
servido.
Lo que nos lleva al momento actual: la desconfianza, el pánico y la
descapitalización de los bancos están haciendo que, no sólo dejen de prestar a
otros bancos sino que dejen de prestar a empresas no financieras de todo el
mundo. Inversiones en el sector hospitalario en Alemania o el de la alimentación
en Colombia no se llevan a cabo por falta de financiación. La actividad
económica cae, los puestos de trabajo desaparecen y lo que empezó como un
problema hipotecario en Estados Unidos se está contagiando a la economía real
del mundo entero. La ciudadanía pide a sus gobiernos que actúen. Las erráticas
políticas públicas que proponen, sin embargo, demuestran que no saben qué hacen,
lo cual genera más desconfianza y agrava la situación. De eso hablaremos en un
próximo artículo. De momento, esto es lo que ha pasado.
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Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra © Xavier Sala-i-Martín, 2008
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