Dinero y Felicidad
Dice la leyenda popular que el dinero no compra la
felicidad. Y son muchos los que
creen que la leyenda está validada por la evidencia científica desde que, en
1974, Richard Eastelin estudió la relación para diferentes países y llegó a la
conclusión de que, a partir de un cierto nivel de renta per cápita (unos 15.000
dólares anuales en valor de hoy), más dinero no aportaba más felicidad. Ese
resultado se llamó la Paradoja de Easterlin.
El descubrimiento de esa paradoja tuvo consecuencias
importantes. Por ejemplo, hizo que los psicólogos desarrollaran teorías
económicas que utilizaban el concepto de
renta relativa: yo soy más feliz, no si mi renta sube en valor absoluto,
sino si sube en relación a la de mis vecinos. Ya se sabe que el peor día en la
vida de uno es aquel en que… ¡el vecino se compra un BMW!
La paradoja también hizo que la ONU creara el
índice de desarrollo humano que
incluye salud, mortalidad infantil o educación entre otras cosas para medir el
progreso de las naciones en sustitución del PIB o la renta per cápita que
utilizan los economistas serios. Ese índice es peculiar porque es sabido que los
países ricos tienen mejor salud, más educación y una mortalidad infantil menor,
precisamente porque todo eso cuesta dinero. Otra consecuencia de la paradoja es
que el movimiento ecologista pasó a no tener ningún rubor a la hora de proponer
el cese del crecimiento económico para preservar, entre otras cosas importantes,
el caribú canadiense, el buitre leonado y la temperatura global del planeta.
En mi opinión, las conclusiones de Easterlin siempre
fueron mal interpretadas. Porque una cosa es demostrar que una relación
estadística no existe y otra muy distinta es no poder demostrar que existe. Y
Easterlin no probó que no había relación entre renta y felicidad a partir de
15.000 dólares sino que nunca pudo demostrar que existía. Entre otras cosas, el
problema es que su estudio no incluía a casi ningún país pobre.
Afortunadamente, Gallup acaba de llevar a cabo una
macro-encuesta en 130 países, incluidos muchos países pobres, donde, además de
instar a los entrevistados a evaluar su felicidad poniendo un número entre 1 y
10, se les pregunta sobre diferentes aspectos relacionados con su bienestar como
cuántas veces han reído, sonreído, se han sentido tristes o deprimidos durante
las últimas 24 horas, o si se sienten libres, amados o respetados. Los nuevos
datos han sido analizados por Justn Wolfers y Betsey Stevenson de la Universidad
de Pennsylvania y su estudio arroja resultados interesantes:
Primero, la gente de los países ricos dice ser más feliz
que la de los países pobres. La correlación, de un 80%, es muy importante.
Parece que la visión idílica de la pobreza que a veces hacemos desde nuestra
prosperidad es un espejismo que los pobres no comparten.
Segundo, como cualquier mileurista español podría haberle
explicado al profesor Easterlin, a las personas que cobran cerca 10.000 euros
anuales también (repito, también) les produce felicidad un aumento de salario.
De hecho, la relación entre felicidad y prosperidad no sólo no se detiene sino
que se acentúa a partir de los 15.000 dólares.
Tercero, dentro de cada país, la gente rica es más feliz
que la pobre.
Cuarto, la felicidad de casi todos los países aumenta con
el paso del tiempo. Hay excepciones como Bélgica, cuya felicidad ha decrecido
(eso de tener tanto gobierno europeo parece que no les sienta bien a los belgas)
y Japón, donde la felicidad se estancó en 1990 a raíz de la profunda crisis
económica que todavía no ha superado.
Quinto, en los países ricos hay más gente que dice haber
reído o sonreído en las últimas 24 horas y hay menos gente que dice haber
experimentado dolor, depresión, aburrimiento o enfado.
Conclusión: la paradoja de Easterlin no existe. Y eso no
debería ser una sorpresa: cualquier analista razonable debería haber concluido
que, cuando 6.000 millones de personas trabajan duramente para mejorar su
situación económica y un sabio les dice que son tontos porque su esfuerzo no les
va a reportar más felicidad, tarde o temprano se demuestra que los tontos no son
los ciudadanos.
Dicho esto, el estudio resalta algunos aspectos curiosos.
Por ejemplo, la felicidad de las mujeres ha decaído desde 1970. Parece que el
importante progreso social de la mujer en ámbitos como la educación, el trabajo,
el control de la reproducción o la creciente participación masculina en las
tareas del hogar y la educación de los hijos, no se ha plasmado en una mayor
felicidad. ES más, la creciente insatisfacción femenina se da tanto en
trabajadoras como en amas de casa, tanto en las casadas como en la solteras y
separadas, tanto en las de altos niveles de educación como de bajos y tanto en
jóvenes como en mayores.
Otro resultado destacable es que la gente de izquierdas es
más infeliz que la de derechas, aunque la explicación parece no tener nada que
ver con la política: los de derechas son más religiosos y tienden a estar
casados en mayor proporción y resulta que, a igualdad de ingresos, la gente
religiosa y casada tiende a ser más feliz.
Y finalmente, la renta no está correlacionada con el amor.
Parece que el dinero compra casi todo lo que genera felicidad, desde comida a
educación pasando por salud, libertad, cultura, viajes, sexo o matrimonio, pero
no puede comprar el amor. Vistos los resultados del estudio, sin embargo, el
amor sólo debe representar una pequeña parte del bienestar. Si no, no existiría
esa relación tan fuerte entre dinero y felicidad.
La Vanguardia, 17-09-200 8Back to Sala-i-Martin's Articles EN CATALÀ Back to Sala-i-Martin's Articles EN ESPAÑOL
Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra © Xavier Sala-i-Martín, 2008
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