Crisis Financiera (6): España
Por mucho que el gobierno dé las culpas a la situación
financiera internacional, la crisis española es
made in Spain. Cuando España era un país pobre, basó su crecimiento
en productos baratos porque los salarios y, por lo tanto, los costes de
producción eran bajos. A medida que crecía, los salarios subían y la
competitividad desaparecía. Al no poder competir vendiendo productos más baratos
que los demás, España tenía que innovar. Pero nunca lo hizo. En lugar de ello,
intentó perpetuar la situación contratando a inmigrantes pobres, cosa que no
hacía más que retardar las reformas: gracias a que los inmigrantes aceptaban
salarios miserables, las empresas no tenían incentivos a invertir en tecnología
o transformarse hacia actividades de mayor valor añadido.
La burbuja inmobiliaria también contribuyó a que no se
hicieran reformas. Por alguna razón se generalizó la idea de que la vivienda era
una inversión segura (“el ladrillo nunca baja”, decían, ¿lo recuerdan?) y todo
el país se dedicó a comprar casas. Eso hacía subir el precio lo cual, además de
“confirmar” aquello de que el ladrillo nunca baja, incentivaba a constructores a
edificar como locos. Entre un 15 y un 19% del crecimiento español llegó a
depender de la construcción (el 4% en EEUU). El problema es que ese crecimiento
sólo se podía mantener si los precios seguían subiendo y la histeria colectiva
que los hacía subir tenía que llegar algún día a su fin. Y al final, eso fue lo
que pasó, el ladrillo dejó de ser una buena inversión, la gente dejó de comprar,
las constructoras e inmobiliarias dejaron de contratar y, ahora, y una parte
importante del PIB va a desaparecer.
¿Qué tiene que ver eso con la falta de innovación?: ¡la
complacencia! Mientras las cosas iban bien, nadie veía la necesidad de llevar a
cabo las dolorosas reformas que habrían fomentado la innovación. Pero ahora que
ha acabado el boom de la construcción: ¿exactamente qué producirá España?
Silencio sepulcral.
La monumental borrachera de la construcción ha dejado dos
resacas importantes. Por un lado, una deuda inmobiliaria que ronda los 300.000
millones de euros (¡el 27% del PIB!) Eso es un problema serio porque los
ingresos de ese sector en la actualidad son casi nulos. En consecuencia, la
banca (¡si!, esa banca tan segura gracias al gran sistema regulador español), se
va a tener que quedar con viviendas, solares, edificios a medio construir, y
ciudades fantasma en la Costa del Sol. Una parte será revendida… pero a precios
de saldo. Si, siendo optimistas, recupera el 66% en términos reales, el agujero
final será de unos 100.000 millones de euros. Casi el 10% del PIB.
Por otro lado, ha quedado un déficit exterior que también
ronda el 10% del PIB. Simplificando, el déficit es la diferencia entre la
demanda y la oferta agregadas: si la gente quiere comprar (demanda) más de lo
que produce (ofrece), la diferencia debe ser comprada en el extranjero. Visto
así, el déficit sólo se puede corregir de dos maneras: disminuyendo la demanda o
aumentando la oferta. Así de simple. El problema es que reducir la demanda
quiere decir que familias, empresas y gobierno gasten un 10% menos. Es decir,
una recesión económica del 10% del PIB relativo al potencial. No sabemos si esa
caída se producirá durante el 2009 –como Indonesia en 1997 o Argentina en 2000-
o si habrá una caída más lenta pero mucho más larga –como ocurrió en Japón entre
1990 y la actualidad. Pero de un modo u otro la caída ocurrirá… a no ser que
aumente la oferta. Es decir, que aumenten la productividad y competitividad
empresarial.
Lo que nos lleva a las medidas de política económica. Si
el gobierno quiere evitar una catástrofe, debe concentrarse en el fomento de la
productividad. No hay alternativa. Para ello debe llevar a cabo tres tipos de
acciones. Primero, hay que liberalizar rápidamente la oferta: reducir costes
burocráticos, eliminar regulaciones caprichosas o rebajar costes fiscales
relacionados con la producción, contratación e inversión.
Segundo, si se quieren tomar medidas de “corte keynesiano”
para luchar contra la crisis, seleccionar aquellas que tengan un mayor efecto
sobre la productividad. Ejemplos: (1) una política fiscal expansiva a base de
reducción de impuestos que hagan a las empresas más competitivas hoy es mejor
que un aumento del gasto público que conlleve mayores cargas fiscales futuras;
(2) Cuando se escoja entre diferentes tipos de infraestructuras, que se elijan
las que generen mayor competitividad e innovación; (3) Antes de rescatar o
ayudar a un sector, que se pregunte si es un sector de futuro o de pasado o si
se instaló en España porque buscaba salarios bajos;
(4) En lugar de buscar gasto público adicional, que el gobierno considere
pagar las deudas que tiene con miles de empresas que viven financieramente
ahogadas por culpa de su perniciosa y pertinaz morosidad.
Tercero, deben empezar a introducirse aquellas reformas
que no van a tener efectos a corto plazo pero que son fundamentales para la
competitividad a la larga. Entre ellas, la transformación del sistema educativo
para fomentar la creatividad y el espíritu emprendedor de los jóvenes, la
transformación del sistema financiero para que sea capaz de financiar proyectos
de innovación o la erradicación de los excesos intervencionistas en sectores
clave.
La hecatombe económica puede y debe ser evitada. Sólo es
cuestión de que el gobierno abandone el comportamiento errático demostrado en
2008 y haga las cosas bien. La hora de la verdad ha llegado a España.
La Vanguardia, 17-01-200 9Back to Sala-i-Martin's Articles EN CATALÀ Back to Sala-i-Martin's Articles EN ESPAÑOL
Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra © Xavier Sala-i-Martín, 2008
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