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OPINIÓN

DEBATE El reto de la inmigración
Leyes, mentalidad y actitud
La Vanguardia - - 04:16 horas - 19/01/2001
JORDI PUJOL
JAVIER AGUILAR
Sobre el tema de la inmigración es necesario trabajar en dos frentes simultáneamente, y me refiero sobre todo a tareas que corresponden por una parte a la Generalitat y por otra al conjunto de la sociedad catalana. Una es cumplir la obligación del Gobierno de Cataluña en todo lo referente al derecho de los inmigrantes a la enseñanza, a la sanidad, a los servicios sociales de todo tipo, a la vivienda, a la normativa laboral, a la facilitación del reagrupamiento familiar, etcétera. Repito: me refiero sólo a lo que es competencia de la Generalitat. Más allá de esto, lo que sí debe hacer el Govern directamente, o a través del Parlament, o de CiU, es presionar para que mejoren ciertos aspectos de la legislación (por ejemplo, el reconocimiento del derecho de asociación y de reunión).

Aparte de esto, hay que llevar a cabo una labor en varios terrenos de definición de ideas, de pedagogía de la población catalana y de la inmigrante, de movilización de la sociedad civil, etcétera. Deber tenerse en cuenta que este tema no se enfocará bien sólo con leyes, sino con acción política, social, cultural y cívica. Y con la creación de una mentalidad adecuada. Es a esto a lo que voy a dedicar este artículo.

En el tema de la inmigración hay tres actitudes principales, creo que las tres malas. La de los que en mayor o menor grado se aprovechan de la inmigración, la explotan económicamente y la marginan socialmente. En el extremo opuesto, los partidarios de una apertura total y de una equiparación rápida e indiscriminada, incluso de una fuerte discriminación positiva. Y en medio está el grupo más numeroso que es el de los que tienen miedo. La inmigración les produce gran inquietud. Este grupo normalmente es silencioso, pero en un momento dado puede tener actitudes hostiles. Ninguna de estas actitudes previene los problemas que puede haber.

No hemos elaborado todavía la doctrina que ahora necesitamos. Cataluña tuvo y tiene una doctrina sobre inmigración referida a la procedente del resto de España. Una doctrina que apunta a la integración y a la igualdad. La sociedad catalana, pese a estar durante décadas desprovista de instrumentos políticos y sociales y a ser objeto la propia identidad catalana de discriminación y persecución, ha aplicado con bastante éxito esta doctrina. En realidad yo diría que instintivamente tanto los catalanes de generaciones como los llamados "nuevos catalanes" la han aplicado. Ha habido acuerdo en esto.

Pero ahora la inmigración es distinta y obliga a una nueva reflexión. Y al decir que es distinta no me refiero sólo a los magrebíes y subsaharianos, que es de quien normalmente se habla, sino también a muchos sudamericanos, filipinos, paquistaníes y también ciudadanos del este de Europa. Pensemos que, por ejemplo, el grupo inmigrante más numeroso que hay en la ciudad de Barcelona no es el magrebí, sino el sudamericano.

Soy partidario de optar por la misma doctrina de integración. Finalmente es la más generosa, la socialmente más equilibrada, la más respetuosa con los derechos de los inmigrantes y con el derecho de la sociedad receptora de mantener su cohesión y su identidad. Pero hay que ser consciente de que buena parte de la inmigración actual puede ser más refractaria a la integración. Por consiguiente, no basta la simple aplicación a la situación actual de nuestra doctrina tradicional.

No basta en buena parte por el papel que en muchos inmigrantes desempeña el factor religioso, al cual los musulmanes atribuyen un papel determinante en la relación social.

Si se quiere ser políticamente correcto debe decirse que el hecho religioso islámico no condiciona la integración. Pero esto no es cierto. Soy de los que creen que es un condicionamiento superable. Superable, preciso, dentro del respeto a las creencias. Superable, pero no se puede ignorar.

Llegados a este punto hay que hacerse una pregunta. En Francia los católicos y los protestantes se sienten muy franceses. Se sienten patriotas franceses. También los judíos. Me refiero a católicos, protestantes y judíos practicantes. Lo mismo sucede en Inglaterra, Italia, etcétera. La pregunta ahora es: ¿los musulmanes llegan a sentirse también franceses? ¿Y los turcos de Alemania y de Holanda? Me refiero sobre todo a los hijos y nietos de inmigrantes.

Desde la perspectiva española y catalana -cuando todavía aquí no tiene el volumen de la de aquellos países-, la cuestión deber ser planteada. ¿Podrán sentirse españoles los musulmanes? ¿Podrán sentirse catalanes?

Mi apuesta es que sí. Pero reconozco que es una respuesta voluntarista. Digo que sí porque es la única que como persona y como político me satisface. O sea, que digo que sí porque aspiro a que así sea, y porque entiendo que hay que hacer todo lo que sea preciso para que así sea. Y no deja de ser cierto, y esto es bien positivo, que en Cataluña tenemos grupos de ya antigua inmigración musulmana y de práctica religiosa intensa bien integrados.

Todo esto nos lleva a un tema capital: el de los derechos y los deberes.

También ahí hay posiciones contrapuestas que van desde los que niegan o regatean los derechos de los inmigrantes a los que critican que se hable de sus deberes para con la sociedad que les recibe.

Los derechos son los derechos humanos: a la salud, a la enseñanza, a la vivienda, a la seguridad, etcétera. El derecho de reunión y de asociación, los derechos laborales, etcétera. Debemos esforzarnos en que el respeto de estos derechos sea una realidad cuanto antes. Sin olvidar que hay españoles que no disfrutan debidamente de algunos de estos derechos. Por ejemplo, el de la vivienda. Digo esto porque, por bien que se hagan las cosas, resolver cumplidamente los problemas sociales, económicos y humanos de la inmigración llevará su tiempo. Razón de más para que le prestemos gran atención.

Los deberes son los de cualquier ciudadano, y además los derivados de que la sociedad receptora tiene derecho a que el respeto a la idiosincrasia de la inmigración no revierta negativamente sobre su propia identidad y cohesión. Juan Goytisolo, bien conocido, y Sami Nair, diputado francés de origen argelino, socialista y asesor del primer ministro Jospin en temas de inmigración, escriben textualmente sobre esta cuestión: "Hay que evitar toda demagogia: si el inmigrante es un sujeto con derechos, es también un sujeto con obligaciones. El respeto a las normas y valores, usos y costumbres del país de acogida constituye la base mínima de las leyes elementales de la hospitalidad". O sea que, en resumen, la sociedad que recoge debe ser justa, respetuosa, no discriminatoria, favorable a todo lo que puede ayudar a promocionar a los inmigrantes, y los que vienen deben ser conscientes a partir del momento que llegan a otro país de que este país tiene, como colectividad, sus normas y sus derechos.

La inmigración debe contemplarse también desde otro punto de vista. La inmigración responde en parte a una necesidad económica del país receptor, y también a las condiciones de pobreza y atraso del país emisor. Este segundo aspecto convierte la inmigración en algo tumultuoso, incontrolable, conflictivo incluso para el país receptor. En realidad la gente no emigra por gusto. O sea que sólo un desarrollo sostenido de los países del Tercer Mundo puede ayudar a regular la inmigración y finalmente reducirla.

Ahora bien, si es cierto que ningún país del Tercer Mundo se desarrollará bien sin ayuda exterior, también lo es que ninguno de estos países progresará sin su propio esfuerzo. Esfuerzo para crear una Administración mínimamente eficiente, esfuerzo de estabilidad política y de maduración cívica, esfuerzo contra la arbitrariedad, esfuerzo para proporcionar seguridad jurídica; etcétera. Hay algunos países que necesitan cambios de este tipo. Ya admito que estos cambios a veces requieren tiempo. Pero hay que hacerlos. Sin ellos todos vamos al fracaso.

A la larga todo esto no tiene solución si los países de emigración no cambian mucho, y para bien. Y esto en gran parte -aunque no totalmente- es responsabilidad nuestra. El África negra se está vengando de nuestro olvido y de nuestra explotación, y en su seno se movilizan y se movilizarán millones de personas hacia el norte. Es como si nos dijeran "¿no nos ayudáis, ni os acordáis de nosotros y de nuestra miseria? Pues bien, os enviamos gente, mucha gente desesperada, y apañaos".

En cuanto a Marruecos, ya hace años que digo que invertir allí es para España una necesidad económica, pero sobre todo política y social. Y no sólo invertir en infraestructuras, sino también a través de empresas productivas que creen puestos de trabajo. Como bien dice Ben Jelloun, la mejor forma de combatir el racismo antimagrebí es invertir en Marruecos.

Pero no todo es un problema de inversiones.

Hay otro punto del que se habla muy poco, que es la apertura de los mercados europeos a los productos del Tercer Mundo. Un ejemplo: la muerte de doce ecuatorianos en Lorca y sus condiciones de trabajo conmociona, e incluso indigna. ¿Pero alguien se atreverá a proponer que entren en Europa más plátanos ecuatorianos, como desesperadamente pide Ecuador? Quizá si se permitiese la entrada de más plátanos ecuatorianos habría menos inmigrantes ecuatorianos.

Ya sé que hay que defender los plátanos canarios, las naranjas valencianas, la pesca andaluza y los hilados catalanes, pero hagámoslo pensando también en esta vertiente social, humana y demográfica del problema. Es nuestro interés.

Estamos ante un gran reto que abarca todos los aspectos de la condición humana y que podemos resumir en el acceso del inmigrante a una nueva vida digna y orientada hacia la igualdad de derechos, y también al respeto de las identidades receptoras. Es un tremendo reto, al cual no dan respuesta, como bien dicen los citados Goytisolo y Nair, "todos estos discursos multiculturalistas que algunos imponen sin tener en cuenta las profundas estructuras de las identidades colectivas". Ni tampoco la dan las políticas únicamente defensivas. Es un gran reto de definición de nuestra sociedad puertas adentro y de solidaridad eficaz y exigente puertas afuera. Un gran reto que va a requerir audacia, generosidad, sentido de humanidad y, también, autoestima y convicción propia.




[Viernes, 19 de enero de 2001]



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