El gran chivo expiatorio
NUESTRA DEPLORABLE política agraria
es utilizada por políticos sin escrúpulos del Tercer
Mundo como un nuevo y turbador gran chivo expiatorio |
|
 |
XAVIER SALA I MARTÍN -
03:46 horas - 17/02/2003
Intenten por un momento visualizar la cara que pondría Judit
Mascó si la despertaran a media noche con la noticia de que ha
conseguido un prestigioso premio futbolístico. O la que pondría
Michael Reiziger si le dijeran que ha ganado un concurso de
belleza. Pues esa cara, esa misma cara, es la que debí poner yo
el otro día cuando Alfredo Abián me comunicó que me habían
otorgado el premio Godó 2002 de... ¡periodismo!
Después de la superlativa sorpresa (entre ustedes y yo: tengo
tanto de periodista como Judit Mascó de futbolista o Reiziger
de guapo), Alfredo me dijo que no se premiaba mi inexistente
carrera periodística, sino un artículo de opinión llamado
“La esperanza de África”. Además de clarificar las cosas,
eso me alegró sobremanera porque entendí que la Fundación
Conde de Barcelona hacía una llamada implícita a nuestros
medios de comunicación para que traten más a menudo uno de los
problemas más acuciantes del mundo: la pobreza de África. En
efecto, en el artículo premiado describía los factores que
impiden el desarrollo económico del continente negro. Y entre
ellos, naturalmente, destacaba la pintoresca política agraria
de Europa y Estados Unidos: cuando los ricos ponemos barreras
comerciales y subsidiamos nuestra agricultura, no sólo
impedimos que los países pobres exporten a nuestros lucrativos
mercados, sino que, además, ni siquiera les dejamos vender en
su propia casa, ya que nuestros productos se pueden encontrar en
sus supermercados a precios inferiores. Eso, naturalmente,
comporta la ruina de millones de pequeños agricultores locales.
En el artículo también hacía un llamamiento a las ONG para
que concentraran sus enormes energías en combatir nuestra hipócrita
política agraria. Recuerden que en aquella época –mi artículo
se publicó en febrero del 2001– el movimiento antiglobalización
estaba liderado por Bernard Cassen, Ignacio Ramonet y José Bové,
personajes que parecían estar más interesados en proteger los
negocios de los agricultores franceses que en erradicar la
pobreza del mundo.
Afortunadamente, las cosas han cambiado bastante desde entonces
y, en la actualidad, la mayor parte del movimiento parece estar
de acuerdo en que la liberalización (repito, liberalización)
de nuestros mercados agrícolas sería un paso importante para
que África saliera del pozo. Ignoraré el hecho de que, cuando
yo propuse esas medidas hace muchos años, el movimiento me acusó
de estar “al servicio de la oligarquía que paga mi sueldo de
mercenario” y de ser un “ultraneoliberal” (salvaje, claro),
mientras que, cuando ellos proponen esas mismas mesuras
liberalizadoras (recatalogadas, eso sí, con la etiqueta de
“comercio justo”), se muestran “solidarios” y “equitativos”.
Y lo ignoraré porque a veces es más importante enfatizar las
coincidencias que las diferencias, y porque el movimiento debe
ser aplaudido cuando cambia de dirección y hace las cosas bien.
Una vez dicho todo esto, debo expresar mi preocupación por la
utilización partidista que se está haciendo del tema agrícola.
Primero porque, a pesar de que la liberalización de nuestros
mercados sería beneficiosa para el Tercer Mundo, no sería la
panacea que muchos proclaman: la economía es muy compleja y
ninguna medida, por sí sola, pondrá mágicamente a ningún país
en la senda del desarrollo. Y segundo, porque los problemas de
los países pobres van mucho más allá del proteccionismo y la
hipocresía de los ricos. Sin ir más lejos, en el artículo
“La esperanza de África” también hablaba de la
responsabilidad que los líderes políticos y económicos
africanos tenían a la hora de reformar sus propias economías e
instituciones. En este sentido, últimamente he detectado una
perversa tendencia por parte de muchos políticos a eludir
responsabilidades a base de echar las culpas a Europa y Estados
Unidos. Eso se ha visto con cristalina transparencia en las
recientes reuniones de Porto Alegre y de Davos: desde Lula da
Silva de Brasil hasta Benjamin Mkapa de Tanzania, pasando por
Alejandro Toledo de Perú o Joaquim Chissano de Mozambique, uno
tras otro, los líderes de países pobres desfilaron por sus
podios intentando vender la idea de que los problemas de sus países
no tenían nada que ver con su propia incapacidad o la de sus
antecesores, sino que eran responsabilidad exclusiva de la política
agrícola de los ricos.
El caso más esperpéntico lo vimos en Davos, donde Eduardo
Duhalde, presidente de esa República Argentina cuya clase política
ha hecho todo lo posible por arruinar a un país de
extraordinario potencial económico: en lugar de entonar el mea
culpa, el señor Duhalde intentó convencernos de que la crisis
no tenía nada que ver con las nefastas decisiones que tomaron
los sucesivos gobiernos argentinos, sino que se debía, ¿cómo
no?, a las políticas agrarias europea y norteamericana. Lo más
inaudito del caso es que don Eduardo pronunciaba su patético
discurso el mismo día en que apuñalaba por la espalda a Carlos
Menem y la frágil democracia argentina y abolía las elecciones
primarias de su partido con el único objetivo de perpetuar a
sus amiguetes en el poder.
Sí. Los países pobres necesitan nuestros mercados. Pero también
necesitan líderes responsables e instituciones eficientes que
fomenten la creación de riqueza. Lo que no necesitan son
pretextos y subterfugios. Y mucho me temo que nuestra política
agraria, nuestra deplorable política agraria, está siendo
utilizada por políticos sin escrúpulos del Tercer Mundo como
un nuevo e inquietante gran chivo expiatorio.
XAVIER SALA I MARTÍN, de la Fundació
Catalunya Oberta, la Universidad de Columbia y la UPF.
www.columbia.edu/%7exs23
|