OPINIÓN > VERSIÓN PARA
IMPRIMIR
| Con la
moneda... también
LA VANGUARDIA - 12.13 horas -
17/01/2003
XAVIER SALA I MARTÍN
El problema es que usted no va al mercado! Si lo hiciera, se habría
dado cuenta de que, desde que ha llegado el euro, las verduras han subido
un 30%, por no hablar del café o del autobús”, me dijo irritada una señora
por la calle el otro día. Y es que el día antes yo había aparecido en el
programa “Àgora” del 33 diciendo que la inflación en España durante el
2002 había sido “sólo” del 4% y eso, a muchos espectadores, les pareció
descabellado. A pesar de que, cuando estoy en Catalunya, yo sí voy al
mercado casi cada día, la reprimenda me confirmó que existe la sensación
popular de que los comerciantes han aprovechado la confusión de la nueva
moneda para subir los precios abusivamente.
A pesar de esa
sensación, los datos oficiales dicen que la inflación en España fue del
4%. ¿Cómo es posible tanta discrepancia? Una explicación es que la gente
se fije solamente en unos cuantos precios. Por ejemplo, el café en el bar
de la esquina puede haber pasado de 100 pesetas a 1 euro (es decir, ha
subido un 66%). Dado que el café se compra cada día, el ciudadano tiene la
sensación de que todo ha sufrido una escalada similar cuando, en realidad,
hay otros precios mucho más importantes que han subido considerablemente
menos. Otra posibilidad es que las estadísticas oficiales estén
manipuladas. Al fin y al cabo, el Gobierno ya nos ha mentido repetidamente
sobre temas tan variados como el “Prestige”, la carta de los obispos
vascos, el número de personas que secundaron la huelga general y un largo
y vergonzoso etcétera que hace que los ciudadanos tengamos que tomar
cualquier comunicación oficial con extrema precaución y escepticismo.
Pero, con aumento de precios o sin él, lo peor del euro no es la
inflación que haya podido acarrear, sino tres aspectos mucho menos obvios.
El primero es que el ente emisor de euros, el Banco Central Europeo (BCE),
está maniatado a la hora de luchar contra las crisis económicas. Me
explico. La Reserva Federal estadounidense (el banco emisor de dólares que
gobierna Greenspan) debe velar a la vez por la inflación y por la tasa de
crecimiento de la economía. En época de crisis, pues, baja los tipos de
interés para facilitar el crédito, cosa que hace que la gente y las
empresas pidan prestado para comprar coches, casas y bienes de inversión y
acaba sacando a la economía de la recesión. Eso contrasta con la misión
del BCE, que, por ley, debe preocuparse única y exclusivamente de la
inflación. Esa paranoia inflacionista hace que, si Alemania sufre una
crisis que amenaza con afectar peligrosamente al resto del continente, el
BCE no pueda bajar los tipos de interés como harían los estadounidenses.
En este sentido, el BCE ha hecho que la recesión alemana del 2001 se haya
contagiado a toda Europa durante el 2002.
El segundo problema de
la unión monetaria es el pacto de estabilidad, que no deja que los
gobiernos mantengan un déficit por encima del 3% del PIB. Esa camisa de
fuerza fiscal fue impuesta por Alemania para evitar que los países del sur
de Europa se unieran al euro mientras fueran “fiscalmente irresponsables”.
Curiosamente, ese pacto se ha vuelto ahora en contra de la propia Alemania
y también ha repercutido negativamente en todo el continente. La razón es
que, cuando una economía se encuentra en recesión, el Gobierno ve como su
recaudación baja (dado que la gente gana menos y paga menos impuestos) y
el gasto público sube (el subsidio de paro aumenta al haber más parados).
Es decir, la crisis hace que automáticamente aumente el déficit fiscal,
quizá por encima del 3%. Si las autoridades europeas fuerzan la reducción
de ese déficit, el Gobierno se ve obligado a disminuir el gasto público o
a aumentar los impuestos. Si baja el gasto público, se reduce la ocupación
entre los que tenían que trabajar en los proyectos eliminados y la crisis
se agrava. Si, por el contrario, sube los impuestos, la gente tiene menos
para gastar justo cuando se necesita que aumente el consumo. El pacto de
estabilidad, pues, contribuye a que una pequeña crisis se transforme en
una prolongada y profunda recesión. El tercer problema tiene que ver con
la llegada de la deseada “paridad” (con d final) con el dólar. Políticos,
expertos, tertulianos, periodistas, intelectuales y casi todos los que
pudieron opinar celebraron con deleite el hecho de que un euro,
finalmente, valiera lo mismo que un dólar. Nuestra moneda –se dijo– ha
llegado a la “madurez” y ha demostrado que puede “competir” con el billete
verde norteamericano. Esa rústica sensación de victoria, sin embargo, era
extraordinariamente falaz porque las monedas no compiten. Compiten los
productores. Y al subir el precio del euro, también sube el precio de los
productos que se compran con esa moneda. Es decir, cuando el euro sube y
el dólar baja, nuestros productos se encarecen (y los americanos se
abaratan) y eso perjudica a nuestras exportaciones. Esto es especialmente
dañino en una época de crisis como la actual: lo que interesaría ahora es
que Alemania exportara coches a Estados Unidos y Asia para generar más
empleo y más demanda y tirar de esa forma de toda la economía europea.
Pero no. En lugar de eso, los norteamericanos nos cuelan un gol por la
escuadra y abaratan el dólar para poder exportar más y salir de la crisis
mientras nos hunden a nosotros en ella. Nosotros, mientras tanto,
contentos con la “paridad” (ya pueden quitar la d). Y es que ya lo dice la
sabiduría popular: “Lo que importa no es el tamaño sino cómo la utiliza
uno”. Pues eso. Con la moneda... también.
XAVIER SALA I MARTÍN, Fundació Catalunya Oberta,
Universidad de Columbia y
UPF www.columbia.edu/%7exs23 |