Su caballo de Troya
LA INMIGRACIÓN no sólo no va a salvar el
sistema de pensiones, sino que sólo va a posponer su quiebra |
|
 |
XAVIER SALA I MARTÍN - 02:46 horas
- 11/08/2004
Una de las más fascinantes historias de todos los tiempos es la
mitológica guerra de Troya relatada en la Ilíada. Todo comenzó cuando
Paris raptó a Helena, esposa del rey de Esparta. Bajo las órdenes de
Agamenón y después de sitiar la ciudad de Troya durante nueve años, los
griegos construyeron un gigantesco caballo de madera, presentándolo a
los troyanos como regalo mientras simulaban su retirada. Pese a las
advertencias de la profeta Casandra, los troyanos aceptaron el obsequio.
Una vez dentro, salieron de su interior los soldados griegos, que
lograron abrir los portones y, con todas sus fuerzas reunidas, destruir
y saquear la ciudad.
La magistral obra de Homero está de actualidad. Y no lo digo por la
película de Brad Pitt. Lo digo porque puede ser una premonición sobre el
futuro de nuestro Estado de bienestar. Me explico. Muchos son los que
alaban la llegada masiva de inmigrantes, por muchas razones: por “solidaridad”,
por “multiculturalidad”, porque “ellos hacen las tareas que nosotros no
queremos hacer” o porque “con sus contribuciones van a pagar las
pensiones de nuestros abuelos”, es decir, “porque los necesitamos para
salvar nuestro Estado de bienestar”.
La cuestión de la inmigración requiere un debate mucho más profundo del
que ofrece la corrección política superficial o la solidaridad mal
entendida. Los inmigrantes no son banderas que nuestros intelectuales
puedan ondear en aras de la multiculturalidad, ni números fiscales para
que nuestros ministros cuadren las cuentas de la Seguridad Social. Son
personas. Personas que vienen a nuestro país a sobrevivir y que van a
relacionarse con otras personas que, tras pagar impuestos durante
décadas, tienen unos derechos adquiridos que no pueden ser arrebatados
por irresponsables políticos disfrazados de solidarios del dinero ajeno.
Y un debate serio requiere el análisis de cómo todas esas personas van a
interaccionar dentro de nuestras fronteras.
Entre las muchas, muchísimas, consecuencias de la inmigración, hoy
comentaré dos. Primera, por más que nos repitan la cantinela fiscal, la
entrada masiva de ciudadanos pobres no va a solucionar el presupuesto de
la Seguridad Social. Al contrario. Dado que el Estado de bienestar debe
redistribuir (es decir, debe dar más a los ciudadanos pobres de lo que
éstos aportan), la llegada de trabajadores de rentas bajas no hará más
que empeorar la situación. Es cierto que ahora que son jóvenes tributan
positivamente. Pero también lo es que, a la larga, van a acabar sacando
del sistema mucho más de lo que aportan (...a no ser que, el día que se
retiren, no reconozcamos su derecho a cobrar la jubilación, cosa que
sería vergonzosa e inmoral). La inmigración, pues, no sólo no va a
salvar el sistema de pensiones, sino que sólo va a posponer a su quiebra...,
como si fuera un gran crédito bancario intergeneracional.
Segunda, el nacimiento del Estado de bienestar se sustentó sobre las
bases del “sentido de pertenencia a una comunidad”, de las “obligaciones
mutuas entre ciudadanos” y de las “responsabilidades colectivas”. Esos
sentimientos de colectividad tienden a debilitarse cuando la población
se diversifica étnica, religiosa y culturalmente. En un interesante
artículo llamado ¿Por qué Estados Unidos no tiene un Estado de bienestar
europeo?, los profesores de Harvard Alberto Alesina, Ed Glaeser y Bruce
Sacerdote, demuestran empíricamente que los países más heterogéneos
religiosa, cultural y étnicamente tienen estados de bienestar menos
generosos. La razón es que la gente se identifica menos con ciudadanos
distintos y, a la hora de votar, prefieren sistemas que no sean tan
generosos con grupos que les son extraños. Noten ustedes que los estados
de bienestar europeos se formaron cuando la población era muy homogénea.
Pero esa homogeneidad se está perdiendo con la inmigración y, con ella,
se diluye uno de los pilares sobre los que se construyó el sistema.
Un ejemplo: las minorías (digamos, los musulmanes en Europa) pueden
pensar que los grupos dominantes no garantizan sus derechos y prefieran
tener escuelas privadas que no impongan la laicidad o el cristianismo
mayoritarios. Si es así, acabarán votando a favor de menos escuelas
públicas. Otro ejemplo: las mayorías con cuyos impuestos se ha
financiado el sistema recelan de los nuevos ciudadanos que, sin haber
tributado, empiezan a disfrutar de los servicios públicos, a menudo
congestionándolos. La consecuencia puede ser que acaben votando a favor
de que “cada uno se pague lo suyo”. La diversidad que conlleva la
inmigración, pues, acaba rompiendo los lazos de identidad común que
sustentan el Estado de bienestar. Y eso no son elucubraciones
descabelladas. Ustedes mismos pueden escuchar con creciente y
preocupante frecuencia frases xenófobas pronunciadas por conciudadanos
nuestros sobre “esa gente que va al hospital sin haber contribuido nunca
y que pone a nuestros familiares, que sí han pagado toda la vida, en
listas de espera” o “esos inmigrantes que quitan a nuestros hijos los
puestos en las escuelas concertadas”. ¡Cuidado que por ahí empieza la
fractura social!
¡No! No digo que la inmigración sea perjudicial, ni valoro la forma de
expresar nuestra solidaridad con los más desfavorecidos, ni siquiera
opino sobre si el Estado de bienestar es deseable. Lo que digo es que
los que proponen la inmigración como la salvación del Estado de
bienestar parecen no darse cuenta de que ésta puede ser... su caballo de
Troya.
X. SALA I MARTÍN, Fundació Catalunya Oberta,
Columbia University y UPF
www.columbia.edu/%7exs23 |