El Problema es la Intervencion
Dicen que lo que separa la civilización de la anarquía son sólo siete comidas:
la paz social sólo es posible cuando los ciudadanos tienen cubiertas las
necesidades básicas y, cuando falla la comida, empieza la revolución. Esa dicha
se está haciendo realidad estas últimas semanas en países como Haití, Kenya,
Camboya, India o Vietnam, donde el encarecimiento de los alimentos está
generando reacciones violentas.
¿Por qué suben los precios? Naturalmente Al Gore y sus seguidores se han
apresurado a dar las culpas a las sequías y huracanes presuntamente causados por
el cambio climático. Pero esa justificación es simplista e interesada ya que
también están subiendo el petróleo, el carbón o el acero, y eso no tiene nada
que ver con el clima.
¿Cuáles son, pues, las razones de verdad? Por el lado de la demanda, el
crecimiento de países como China, India y el resto de Asia hace que miles de
millones de ciudadanos quieran comer más y mejor. Comer mejor quiere decir comer
carne y ya se sabe que para producir un quilo de carne se necesitan 6 quilos de
cereales. Es decir, cereales que antes iban al consumo humano directo ahora van
al consumo de vacas, cerdos o pollos y eso aumenta su demanda y, por ende, su
precio.
El crecimiento de esos países también aumenta la demanda y el precio de acero,
petróleo, gas natural, carbón, energía, o madera. Esto genera mayores costes de
producción, costes que son traspasados a los precios finales de los alimentos.
Por el lado de la oferta, existen dos fenómenos curiosos causados por los
políticos occidentales. En Estados Unidos, la obsesión por los biocombustibles
(causada a partes iguales por la histeria del cambio climático –y la creencia
que el biodiesel emite menos CO2 que los combustibles fósiles- y por la búsqueda
de la independencia energética de oriente medio) ha hecho que el gobierno diera
importantes incentivos fiscales a la producción de biocombustibles. Cerca del
30% de las tierras que antes se dedicaban a producir comida para personas, ahora
producen para los automóviles. Consecuencia: los precios de los alimentos se han
disparado.
Europa no está (¡todavía!) tan obsesionada por los biodiesels aunque tenemos
otro tipo de obsesión: la aversión a los transgénicos. Ésta ha causado
reducciones importantes de la oferta mundial de alimentos. Y no me refiero a la
oferta europea. Me refiero a la oferta de países africanos que, al tener miedo
de no poder exportar algún día sus productos agrícolas a Europa, se niegan a
adoptar maíz, trigo o arroz transgénicos que les permitiría obtener
productividades superiores.
A estos factores de oferta y de demanda, se han sumado últimamente algunos
especuladores que, al ver que los precios subían, se han dedicado a comprar
esperando vender más caro y algunos gobiernos, como el de Argentina, cuyas
barreras a la exportación no han hecho más que reducir la oferta mundial de
alimentos y contribuir a su encarecimiento.
¿Qué se puede hacer para mitigar las consecuencias del encarecimiento de los
alimentos? A corto plazo, hay que enviar comida a los 100 millones de ciudadanos
que la ONU estima que van a pasar hambre. Se podrían utilizar, por ejemplo, los
excedentes que generan los subsidios de los países ricos, empezando por las
400.000 toneladas de arroz que el gobierno de Japón compra a sus agricultores a
precio subsidiado y que acaba tirando al mar.
A medio y largo plazo, la solución pasa por aumentar la oferta ya que la
reducción de la demanda sería una inmoralidad (aunque estoy seguro que algún
líder de ICV pensará que lo mejor que pueden hacer los chinos es introducir una
“nueva cultura de la alimentación” y dejar de comer carne).
Para fomentar la oferta se pueden hacer diferentes cosas. Primera: dedicar
recursos a la investigación con el objetivo de aumentar la productividad
agrícola en países de climatología complicada. La revolución verde de los años
cuarenta y cincuenta (financiada por las fundaciones Ford y Rockefeller)
permitió aumentar la productividad agrícola y alimentar a miles de millones de
ciudadanos. Se necesita una nueva revolución verde para países africanos. Una
posibilidad sería redirigir una parte de la ayuda pública al desarrollo (que
ahora se está perdiendo en los profundos bolsillos de corruptos africanos) al
I+D agrario. Nosotros, por ejemplo, podríamos aportar nuestro granito de arena
dedicando la próxima Marató de TV3 a la investigación agrícola en el tercer
mundo.
Segunda, seguir el ejemplo de Brasil y promocionar la creación de medianas y
grandes empresas agrícolas. Si, ya sé que desde Europa tenemos la imagen idílica
de las aldeas pobres del tercer mundo pobladas por familias felices que producen
sus propios alimentos y que la venta de éstos en los mercados mundiales no es
más que una explotación comercial. Esa imagen idílica es falsa. Los productores
familiares son ineficientes y para aumentar su productividad, tendrían que
aumentar su escala, adoptar tecnologías modernas y exportar a los mercados
mundiales.
Tercera, impedir que los países como Argentina penalicen a los exportadores. Si
los agricultores son forzados a vender en los mercados locales a precios
reducidos, no tendrán incentivos a hacer lo que es necesario: aumentar la
oferta.
Y finalmente, abandonar inmediatamente la locura de los subsidios a los
biocombustibles y las prohibiciones de transgénicos. Como pasa tan a menudo en
economía, la solución de los problemas no es la intervención del sector público.
Al contrario. El problema es la intervención.
La Vanguardia, 17-05-200 8Back to Sala-i-Martin's Articles EN CATALÀ Back to Sala-i-Martin's Articles EN ESPAÑOL
Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra © Xavier Sala-i-Martín, 2008
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