La Separacion de la Basura
Hace unas semanas se produjo en China una curiosa epidemia
de enfermedades de transmisión sexual. Curiosa, porque la causa no fue, como
cabría esperar, el desenfreno carnal sino unas gomas de cabello. Si, si. Unas
gomas de cabello que, al parecer, habían sido hechas con… (por favor no se
rían): ¡condones reciclados!
Y es que el último grito en moda medioambientalista pide
que compremos papel reciclado, que pongan cánones a la bolsas de plástico del
supermercado, que usemos botellas de cristal y, ¿cómo no?, que separemos las
basuras en contenedores de colores.
La idea del reciclaje no es nueva. Nuestros antepasados lo
hacían porque al ser tanta la escasez en la que vivían, valía la pena
reutilizarlo casi todo. Durante los dos últimos siglos los costes de producción
se han reducido mucho. Para muchos productos, eso ha significado que sea más
barato tirarlos una vez utilizados que lavarlos, reciclarlos y volverlos a usar.
Paralelamente a este progreso tecnológico han aparecido unos grupos de presión a
los que les disgusta que la gente tenga la libertad de desechar lo que le plazca
y eso ha hecho que, desde el punto de vista del reciclaje, los productos del
mundo se dividan hoy en cuatro grupos.
Primero están los bienes que reciclamos voluntariamente:
las cuberterías de acero inoxidable, los platos de duralex (no los de papel), o
la ropa son ejemplos de bienes que todos preferimos lavar y reutilizar. Fíjense
que para que la gente recicle este tipo de productos no hacen falta ni
regulaciones, ni cánones, ni propaganda institucional.
En el otro extremo están los productos que nadie quiere
reciclar como el papel higiénico. En este grupo también hay bienes que nuestros
abuelos reciclaban y nosotros, al tener alternativas mejores, no como los
pañales de los bebés o las compresas femeninas (que antiguamente eran de tela y
se reutilizaban tras un lavado).
El tercer grupo de bienes son los que no se reciclarían si
no fuera por el marketing medioambiental. Perdón. No es marketing. Son “campañas
de sensibilización”. En este grupo está el papel: durante el “día de la tierra”
los maestros llevan a los niños de excursión a la montaña y, tras plantar un
bonito árbol, les explican que cada vez que pintan un folio, están matando a una
criatura tan preciosa como la que acaban de plantar. Independientemente de los
daños psicológicos que sufren los pobres chavales cada vez que hacen los
deberes, nadie les explica que el papel proviene de árboles plantados
expresamente para ser transformados en papel. Reciclar papel para salvar a los
árboles tiene tanto sentido como reciclar pan para salvar al trigo o reciclar
boniatos para salvar… a otros boniatos.
En cualquier caso, para los árboles (que no para los
pobres boniatos) la propaganda tiene tanto éxito que alguna gente está dispuesta
a pagar por un papel de ínfima calidad lo que hace que algunas empresas tengan
incentivos a reciclarlo.
El cuarto y más problemático grupo incluye aquellos bienes
que no se reciclan voluntariamente ni siquiera después de “campañas de
sensibilización” pero a los que los medioambientalistas no renuncian. Aunque
últimamente está creciendo la popularidad del canon a las bolsas de plástico, el
producto estrella aquí todavía es la basura: esa basura que debe separarse en
preciosos contenedores de colores. Dado que los ciudadanos normales no
separarían la basura por iniciativa propia porque el coste de hacerlo es
demasiado alto y el beneficio nadie sabe dónde está, los activistas recurren al
estado para que nos obligue bajo amenaza de multas y sanciones. Además, crean un
cuerpo de vigilantes de bazofias para perseguir a quien utilice el contenedor
equivocado, obligan a las empresas a llevar “contabilidades de residuos” y
aparecen consultores (que, lógicamente, son los propios medioambientalistas) que
cobran por asesorarnos sobre cómo cumplir con el reglamento.
A pesar de su popularidad, nadie ha demostrado que los
costes de separación de basuras (que incluyen las molestias que sufrimos los
ciudadanos, el espacio que ocupan tantos containers en casas de 50 m2
y los gastos de recogida selectiva de residuos) sean inferiores a los beneficios
sociales asociados a algún tipo de misteriosa externalidad que nadie ha
conseguido medir. De hecho, hay evidencia de que la separación en casa es
ineficiente hasta el punto que cada vez son más los ayuntamientos y empresas de
recogida que deciden separar los desechos ellos mismos, un fenómeno que en
Estados Unidos se llama “single stream recycling”. La empresa texana Waste
Management, encargada de recoger la basura de 20 millones de familias, hace
tiempo que se ha pasado al “single stream”, a pesar de que este método les
obligue a pagar unos costes de separación que en el sistema tradicional asumen
los ciudadanos en casa.
Antes de que el establishment de la corrección política me
condene a la pira purificadora, déjenme clarificar que no estoy sugiriendo que
la gente no tenga derecho a reciclar. La gente tiene derecho a practicar los
rituales que crean que mejor les acercan a sus dioses, sean éstos cristianos,
musulmanes, paganos o medioambientales. Lo que es inaceptable es que alguna de
estas religiones nos obligue a los infieles a participar en sus liturgias
simplemente porque no creemos en ellas. Garantizar nuestra libertad manteniendo
la separación entre estado e iglesia (y eso incluye a la iglesia
medioambientalista) es mucho más importante para nuestro bienestar que la
separación de la basura.
La Vanguardia, 17-01-200 8Back to Sala-i-Martin's Articles EN CATALÀ Back to Sala-i-Martin's Articles EN ESPAÑOL
Xavier Sala-i-Martín és Catedràtic de Columbia University i Professor Visitant de la Universitat Pompeu Fabra © Xavier Sala-i-Martín, 2008
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