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OPINIÓN
XAVIER SALA
I MARTIN, catedrático de Columbia University y profesor de la UPF
XAVIER SALA I MARTÍN
La
sanidad de la productividad
La
Vanguardia - - 03:31 horas - 17/10/2000
Dicen algunos observadores que el crecimiento de la economía española no es sano
porque no viene acompañado de aumentos de la produc-tividad. En Estados Unidos, la
creciente pro-ductividad permite a las empresas aumentar salarios sin tener que
repercutirlos en los precios. Y eso es sano. En España, cualquier incremento salarial
genera inflación. Y eso no es sano. La explicación, según los expertos (en sanidad), es
que el Gobierno gasta demasiado poco en la investigación de nuevas tecnologías.
Si los datos de productividad fueran ciertos, los expertos tendrían parte de razón. El
problema es que esos datos son como los números complejos: mitad reales y mitad
imaginarios.
La medición de la productividad del trabajo, que se define como la producción media por
trabajador, plantea multitud de problemas de los que destacaré dos. En primer lugar, hay
que tener en cuenta que no todos los trabajadores son iguales y que, cuando se emplea a un
trabajador poco cualificado, la productividad media tiende a bajar. Este factor es
importante porque el reciente ciclo económico español se ha caracterizado por una
espectacular reducción del desempleo. Si, como es de esperar, los que estaban parados
eran menos productivos, su contratación tiende a reducir la productividad media, sin que
ello tenga nada que ver con las nuevas tecnologías. Naturalmente, esta situación no es
mala ya que la alternativa hubiera sido crecer sin crear empleo. Y quien ahora critica al
Gobierno por generar crecimiento con empleo y sin productividad, lo hubiera criticado
todavía más si el crecimiento hubiese sido con productividad pero sin empleo
(¡imagínense cómo acusarían al ministro de favorecer a sus amigos si creciera la renta
pero no la ocupación!). Los protestantes sistemáticos no deben ser tenidos en cuenta.
El segundo problema es que el cálculo de la producción real es cada vez más difícil.
Si la economía elaboró 100 toneladas de patatas en 1990 y 110 en el 2000, está claro
que la producción subió en un 10%. Hasta aquí no hay problema. La cosa se complica
cuando la calidad de los bienes mejora con el tiempo: si se fabricaron 100.000 coches en
1990 y 110.000 en el año 2000, el número de coches subió en un 10%. Ahora bien, la
producción, es decir, la cantidad de "bienes y servicios disponibles en la
economía", aumentó un poco más ya que, a diferencia de las patatas, los coches del
2000 tenían una calidad muy superior y, en consecuencia, los servicios que generaron
fueron mucho mayores. Es decir, las estadísticas que no tienen en cuenta los cambios de
calidad tienden a subestimar el crecimiento real de la producción y de la productividad.
No hace falta decir que este problema es especialmente grave en momentos de grandes
cambios tecnológicos como los actuales. A raíz del informe Boskin, Estados Unidos
introdujo correcciones en sus estadísticas. Un estudio de Morgan Stanley calcula que, si
se utilizara la metodología americana en Europa, la productividad estimada subiría en un
0,5%, cosa que representaría una importante revisión. La productividad real española,
por tanto, podría ser mucho mayor de lo que indican las estadísticas oficiales (y digo
"podría" porque el siempre misterioso INE no explica exactamente cómo corrige
esos sesgos en las estadísticas españolas).
Los datos siempre son ilustrativos, pero la incertidumbre que rodea a alguna de las
estadísticas que se manejan aconseja moderación a la hora de tomar grandes decisiones de
política económica. Pese a ello, algunos observadores las utilizan para exigir que el
Gobierno financie elevadas inversiones en I+D. Y aquí vuelven a equivocarse.
Los grandes beneficiarios de las revoluciones tecnológicas no son los inventores, sino
los usuarios. Se podría decir que la última gran revolución fue la que motivó la
electricidad a principios del siglo XX. Es evidente que los países que han crecido desde
entonces, no son sólo los que inventaron la electricidad (si fuera así, ¡solamente
EE.UU. sería rico!), sino todos los capaces de adaptar sus economías para poder
utilizarla de forma generalizada.
De la misma manera, el hecho de que el teléfono móvil, Internet, los programas Windows o
el ordenador personal no se descubrieran en Barcelona no impide que gran parte de nuestra
población utilice diariamente estos inventos y que nuestras empresas no puedan
experimentar mejoras de productividad gracias a ellos. No perder el tren de las
tecnologías no significa inventarlas, sino asegurarse de que se tiene la capacidad de
usarlas y beneficiarse de ellas.
Y para ello se necesitan tres cosas: infraestructuras modernas, un entorno empresarial y
fiscal que incentive a las empresas a invertir y -quizá lo más importante- trabajadores
formados. Este último factor es muy importante ya que la tecnología y el capital humano
tienden a ser complementarios. En este sentido, las políticas educativas tenderán a dar
mejores resultados que las que dilapiden millones en I+D. Primero porque, cuantos más
trabajadores puedan utilizar las nuevas tecnologías, más productivo y rico será el
país en general. Y segundo, porque las disparidades salariales entre los que sean capaces
de adaptarse y los que no, aumentarán irremediablemente. Para evitarlo, debemos
concentrar nuestra atención en la enseñanza. Debemos reformar el sistema educativo para
que nuestros estudiantes no sólo aprendan, sino que aprendan a aprender: el proceso de
formación en un mundo cambiante nunca se acaba y los trabajadores deben estar preparados
para ello.
Podemos dejar que Bill Gates siga inventando nuestro software. Lo que no podemos permitir
es que nuestros niños crezcan sin estar adaptados al nuevo mundo de las tecnologías de
la información. Eso sí sería poco sano.
www.columbia.edu/%7exs23
[Martes, 17 de octubre de 2000]

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