OPINIÓN - Firmas 04/05/2002
Adam Smith está bien y es catalán
Carlos Rodríguez Braun 09:54 Horas
Si George Stigler proclamó en 1976: “Adam Smith está bien y vive en Chicago”, la publicación de Economía liberal para no economistas y no liberales de Xavier Sala i Martín sugiere que el espíritu de Smith, que recorre nuestra tierra desde los tiempos de su contemporáneo Jovellanos, anida también en Cataluña.

Destacado economista, profesor en Columbia y en la Pompeu Fabra, consultor de organismos internacionales, Sala es un especialista en el gran tema de Smith: el crecimiento económico, y ha escrito sobre ello mucho y bien, en solitario o con Robert Barro. Se aleja del escocés porque Sala frecuenta los medios de comunicación, mientras que el sabio y severo Adam Smith advirtió: “Jamás permito que mi nombre aparezca en un periódico si puedo evitarlo, lo que para mi desgracia no siempre sucede”.

Economía liberal, que apareció primero en catalán, está bien escrito, con sentido del humor y amable estilo divulgativo. Algunos de sus giros revelan que el autor emplea habitualmente el inglés; por ejemplo, nunca utiliza la palabra “Estado”, sino sólo “gobierno”. Hay algunos pequeños errores: en la página 59 “meta” debe ser “salida”; Lord Acton vivió en el siglo XIX y no en el XVIII (pág. 63); la escandalosa Guerra de los mundos de Orson Welles no fue una película sino un programa de radio (pág. 66); y el premio Nobel North es Douglass y no Douglas (pág. 72). Por lo demás, se trata de una edición cuidada de alguien que ama su profesión: critica la visión “predictora” de los economistas, pero rescata su papel de analistas; es simpático y revelador que evite aludir por su nombre al más célebre galardón de la disciplina, y llame a R.C.Merton y M.J.Scholes, los malhadados mentores de la Long Term Capital Management, “premios Nobel de Finanzas” (pág. 162).

Este libro es una diestra defensa del liberalismo, que subraya smithianamente las virtudes de la división del trabajo y los riesgos de la intervención estatal. Expone los fracasos del socialismo, como Smith expuso los del mercantilismo, y en varias ocasiones escribe igual que el maestro, como cuando insiste con acierto en que hoy los trabajadores más modestos cuentan con comodidades que hace un par de siglos no estaban al alcance ni de los más acaudalados. Se opone a los antiglobalizadores: “si las propuestas de los grupos globófobos se llevaran a cabo, el mundo sería menos libre y menos democrático, los trabajadores serían más pobres, la desigualdad entre países no llegaría a reducirse jamás, los niños de los países pobres nunca llegarían a ir al colegio y seguirían trabajando a cambio de todavía menos dinero, y el medio ambiente se degradaría todavía más deprisa” (pág. 91).

Sala recela del énfasis en la condonación de la deuda externa del Tercer Mundo (pág. 46), afirma que las desigualdades de renta entre las personas están disminuyendo (pág. 110), rechaza el impuesto Tobin (págs. 117-121), propone desmantelar el proteccionismo de los países ricos y asegura que el decir que los países son pobres “por culpa del capitalismo neoliberal y de la globalización es una aberración histórica y un escarnio intelectual” (pág. 186).

Crítico de la moneda única y la burocracia europea (págs. 266ss), este enemigo de la gratuidad de las universidades cree que el mercado es bueno para la ecología y que dentro de las “francesadas que hay que evitar” figuran las 35 horas, porque “la reducción de la jornada laboral es un engaño estadístico que no favorece a los trabajadores” (págs. 228, 234). Viene de una nación de botiguers pero aboga por la libertad de horarios y recomienda que sea acompañada por más liberalización del mercado de trabajo (págs. 216-221). Si Adam Smith decía que el objeto de la producción era el consumo, este catalán lo secunda: “Lo que el gobierno debe hacer es garantizar la competencia y regresar a su casa permitiendo que las empresas más eficientes sobrevivan, sin preocuparse en lo más mínimo de si son grandes o pequeñas. Si la propietaria de una pequeña boutique situada en el centro de la ciudad no gana dinero porque es ineficiente, que cierre la tienda y se ponga a trabajar como hacemos todos nosotros. Que no aparezca el gobierno introduciendo una legislación que nos obligue a comprar en su tienda con la excusa de que se debe proteger al pequeño comercio. A quien hay que proteger es al consumidor que, al fin y al cabo, somos todos los ciudadanos del país” (pág. 218).

No presta mucha atención a los malditos de la antiglobalización, en particular al FMI, pero sí sostiene que la crisis financiera de Asia no fue culpa de la globalización (págs. 136, 179), con lo que choca con su colega Stiglitz –cuyo libro El malestar en la globalización, que acabo de terminar de traducir, glosaré próximamente.

Admite como La riqueza de las naciones un campo grande para la acción estatal. Empieza smithianamente con la protección de los derechos de propiedad, y va más allá. “La primera tarea del gobierno es proteger a los ciudadanos frente a las agresiones foráneas o frente a los robos cometidos por los conciudadanos” (pág. 49). Pero el Estado también debe garantizar la competencia, proveer bienes públicos “problemáticos”, y asegurar la igualdad de oportunidades, lo que amplía quizá ilimitadamente su marco de acción.

Xavier Sala aplaude la desigualdad si proviene del mercado, pero invita al Estado a reparar otras desigualdades, aunque sin destruir la primera, una contradicción de arduo despeje. Sala inserta expresiones que marcan esta imprecisa contradicción: la redistribución ha de ser “parcial”, debe haber sólo “un cierto grado” de financiación pública de la investigación (pág. 78n), y los impuestos deben ser sólo “relativamente” más altos sobre los que más ganan (pág. 59). De esta compleja tensión deriva su ingenuidad al equiparar las finanzas públicas con las privadas (pág. 201; véase “Gerardo y la extraña familia”, EXPANSIÓN, 18 noviembre 2001), y su falta de explicación sobre las conductas concretas del Estado, como su tendencia recaudar cada vez más, y sobre los problemas del déficit cero en un contexto de gastos públicos equivalentes a la mitad del PIB.

Nada de esto desvía el diagnóstico inicial: es un excelente trabajo. En cuanto a sus deficiencias, es natural que los liberales tengamos problemas con el intervencionismo. Los tuvo Adam Smith. Los tiene, lógicamente, Xavier Sala i Martín.

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