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El profesor Sala i Martí, catedrático de Columbia, ha puesto en
cuestión en un reciente artículo la generalizada tesis defendida por
los críticos de la actual globalización según la cual la desigualdad
en el mundo no ha hecho sino aumentar. Como veremos, según sus
datos, ocurre todo lo contrario, lo que ha generado ya las primeras
polémicas.
Algunos se han rebrincado en sus asientos por el hecho de que la
globalización salga menos malparada tras el artículo de lo que venía
reconociendo el propio Banco Mundial. Si el profesor Sala tuviera
razón -y yo creo que la tiene en lo que dice, no en lo que algunos
coligen- y las desigualdades hubieran disminuido en vez de aumentar,
habría buenas razones para alegrarse y bastantes menos para
disgustarse. Sin embargo, de su elaborado artículo difícilmente
puede sacarse la conclusión de que la globalización patrocinada por
las instituciones financieras internacionales -FMI, BIRD, OMC,
etcétera- haya sido el origen de la reducción de desigualdades que
documenta.
Empecemos por el principio. Según el Informe de Naciones Unidas
sobre el Desarrollo Humano de 1999, las desigualdades en el mundo no
han hecho sino ampliarse los últimos años. 'En 1960 el 20% de la
población mundial en los países más ricos tenía una renta 30 veces
mayor que la del 20% de los países más pobres. En 1977 esa
diferencia era de 74 veces. Ello prolonga la tendencia existente
desde hace dos siglos. Algunos han anunciado la convergencia pero la
última década ha mostrado una creciente concentración de la renta
entre la población, las empresas y los países'. El reciente premio
Nobel de Economía J. E. Stiglitz, citando el Informe del Banco
Mundial (2000), señalaba en una obra reciente (El malestar en la
globalización, Taurus, Madrid. 2002) que en la última década el
número de pobres ha aumentado en casi cien millones. En 1990 había
2.718 millones de personas que vivían con menos de dos dólares
diarios (una medida convencional de la pobreza absoluta). En 1998
ese número de pobres era estimado en 2.801 millones, más del 45% de
la población mundial.
Frente a estos datos, el artículo referido obtiene resultados
completamente distintos. En palabras de Sala y de modo apretadamente
condensado: 'La tasa de pobreza medida por el umbral de un dólar/día
ha caído del 20% al 5% en los 20 últimos años. La tasa
correspondiente al umbral de los dos dólares/día ha caído del 44% al
18%. Hay entre 300 y 500 millones menos de pobres en 1998 que en los
años setenta'. El contraste entre unas y otras conclusiones no
podría ser mayor
Como es fácil de comprender, nada más consolador para los
entusiastas de esta globalización que los resultados de la
investigación de Sala. Algunos ya se han apresurado a cantar
victoria, mientras otros han iniciado -torpemente- la
descalificación del artículo sobre la base de consideraciones
ideológicas, sin pararse a pensar en lo que dice Sala y en lo que,
efectivamente, no dice. Parece, pues, indispensable realizar algunas
precisiones.
Como ya he adelantado, no son razones fundamentalmente técnicas
las que hay que oponer a sus resultados. Lo que es preciso es
comprender que el resultado global del análisis -la reducción de las
desigualdades, medida de una u otra de las varias formas utilizadas
por Sala- depende de un hecho singular: el fenómeno del crecimiento
sostenido de la economía china, que afecta a 1.200 millones de
personas, en los últimos 20 años.
Naturalmente, si se saca China de la muestra utilizada, el
resultado es bien distinto. La reducción de las desigualdades a
nivel mundial se trueca en aumento o, todo lo más, en mantenimiento
de las mismas.
Es obvio que prescindir de lo que ha ocurrido con el 20% de la
población no tiene sentido para describir el mundo. Pero tampoco lo
tiene, sin muchísimos matices, adjudicar a la estrategia de
crecimiento económico seguida por China los últimos 20 años, los
rasgos de la ortodoxia y de la oficialidad de la política de
globalización. Resulta oportuno recordar que el proceso de apertura
(liberalización) de la economía China ha sido tan singular que su
reciente entrada en la OMC (en 2001) ha sido un proceso plagado de
obstáculos, que los fundamentalistas de Washington sólo apoyaron por
razones derivadas de geoestrategia política.
El primer ministro chino, Zhu Rongji, volvió de EE UU en 1999 sin
conseguir la entrada de su país en la OMC por negarse a aceptar la
liberalización de los mercados financieros al ritmo exigido por las
autoridades norteamericanas. Una decisión razonable a la vista de lo
que acababa de ocurrir en la crisis del sureste asiático y el papel
desestabilizador jugado entonces por mercados financieros
liberalizados sin consideración a las características de los países
en desarrollo.
Para quienes se sienten incómodos por el impacto que el éxito
económico de China supone en la 'reducción de las diferencias
mundiales', vale la pena recordar que la crítica del actual modelo
de globalización no equivale a ignorar las ventajas del comercio
internacional ni las derivadas de la organización paulatina de
mercados competitivos de bienes y factores. Llevar a cabo ese
proceso de aumento de la eficiencia en los países en vías de
desarrollo es, sin embargo, una tarea difícil que, con demasiada
frecuencia hasta ahora, se ha identificado con el cumplimiento de
condiciones económicas y financieras inadecuadas para las
situaciones reales de los más pobres. Por eso sigue siendo necesaria
otra globalización, sin que al postularla reneguemos de nuestros
conocimientos más básicos.
Los chinos, en un régimen de ausencia de libertades, han sido
capaces de dar de comer a centenares de millones de personas de modo
estable durante mucho tiempo. Y una buena parte de este tiempo han
actuado desde una heterodoxia más que notable para los parámetros
internacionales. A su modo, los tigres del sureste asiático se han
salido, también, de algunas de las prescripciones globalizadoras
predicadas por los organismos internacionales, como las relativas al
papel del Estado en las industrias nacientes. Quizás por eso -entre
otras razones- han podido situar a sus poblaciones entre las que han
mejorado a lo largo de los últimos años.
Por último, convendría no olvidar lo que sí dice Sala: el
principal problema de las desigualdades en el mundo es la situación
del continente africano, hoy por hoy, sin perspectiva alguna, salvo
en contadísimos casos. A lo que se añade que, de seguir las cosas en
la misma dirección, agotado el efecto corrector del desarrollo de
China (y, en parte, de India), las desigualdades volverán a aumentar
en los años próximos.
Desgraciadamente, tenemos desigualdades para rato. Pero hay que
alegrarse de que algunos logren superar el umbral de la pobreza
absoluta. |
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