Contexto histórico
La conquista de al-Ándalus
El ejército musumán liderado por el general beréber Tariq ibn Ziyad, bajo el mando del gobernador árabe del norte de África, Musa ibn Nasair, logró imponerse rápidamente en grandes territorios del sur y el este de la península ibérica. Conquistaron Toledo en 712, Caesaraugusta (Zaragoza) en 714 y Narbona, en el sur de Francia, en 720. Se establecieron como los nuevos dirigentes de la península casi en su totalidad, a excepción de la franja montañosa del norte, centrada en lo que se llamaría luego el reino de Asturias.
De la historia de esta invasión no han sobrevivido testimonios visigodos, aunque varios historiadores árabes narraron el acontecimiento. Según lo que se ha podido deducir de las fuentes, hubo un conflicto civil tras la muerte del rey Witiza. Un tal Rodrigo parece haber llegado al poder como rey en Toledo mientras otro rey, Agila, tomó control de los territorios alrededor del Ebro en el este. Es muy posible que los partidarios de Agila u otro pretendiente al trono invitaran la invasión del ejército norteafricano. El ejército de Tariq parece haber encontrado escasa resistencia y hay evidencia para pensar que los habitantes de la península, cansados del liderazgo ineficaz de los reyes visigodos, incluso vieron el cambio con buenos ojos. Un grupo en particular que podría esperar mejor tratamiento sería el de los judíos. Todo parece indicar que muchos miembros de la aristocracia visigoda también estuvieron conformes con la imposición de un nuevo régimen.
Existen dos leyendas asociadas a este momento histórico. Una trata de la violación por parte del rey Rodrigo de un arca contenida en una torre clausurada en la que había una profecía de la futura invasión. La otra es el mito de la supuesta traición del conde don Julián, de quien se dice que abrió las puertas de Hispania al invasor musulmán desde la ciudad africana de Ceuta (de la cual era gobernador) para vengar la deshonra de su hija Florinda a manos del rey Rodrigo.
El emirato
Al-Ándalus fue durante el siglo VIII un territorio periférico, alejado de la vida política de Damasco, capital del califato bajo los omeyas y centro del poder musulmán. En 750, con un violento golpe de estado llevado a cabo en Damasco por el clan de los abasíes, la dinastía de los omeyas desapareció en el este. El único príncipe omeya que sobrevivió la rebelión fue ’Abd al-Rahman (Abderramán en español), quien huyó al norte de África y luego a Iberia, donde se estableció como emir en 756. Nominalmente este territorio seguía acatando la autoridad del califa en Bagdad, donde los abasíes habían transferido la capital, pero en la práctica, por las enormes dificultades en mantener el control sobre un imperio tan grande, la provincia más occidental del califato de Bagdad gozó de amplia independencia.
En todo este tiempo hay que suponer que la población local, sobre todo en los enclaves urbanos, se iba convirtiendo paulatinamente al Islam. Asimismo, con el crecimiento de importantes núcleos urbanos habría cada vez más inmigración desde el norte de África. Los historiadores debaten los números exactos, que son imposibles de averiguar, y la evidencia es ambigua. Entre 850 y el año 1000 el ritmo de conversiones parece haberse acelerado notablemente y lo que está claro es que a comienzos del siglo X, la mayoría de al-Ándalus era ya musulmana. Los conversos al Islam y sus descendientes se denominaban muladíes (del árabe muwallad, "mestizo"); si bien durante las primeras épocas de conversiones este grupo se distinguiría culturalmente de los colonos árabes y beréberes, es de suponer que en el siglo X estas distinciones prácticamente ya habrían desaparecido. Es más, entre la población cada vez menor de cristianos —llamados mozárabes (del árabe must'arab, “semi-árabe” o “arabizado”)— se fue adoptando la lengua árabe y las costumbres de los habitantes musulmanes. La arabización de la minoría judía de al-Ándalus, familiarizada ya con el contexto de las comunidades judías en tierras musulmanas de África y Oriente, sería aún más rápida. En los territorios más aislados, sobre todo entre las poblaciones campesinas donde las autoridades cordobesas tendrían menos influencia, es posible que prevalecieran vestigios del cristianismo durante siglos.
El cristiano o judío que no se convertía al Islam se consideraba un dhimmi, el término que se aplicaba al no-musulmán que se sometía a la autoridad de un gobierno musulmán. La relativa tolerancia hacia estos grupos por parte de los dirigentes musulmanes tenía que ver con su estatus como “Pueblos del Libro” (ahl al-Kitab), es decir, los practicantes de religiones monoteístas que para el Islam habían conocido las auténticas profecías de Dios antes de que el Profeta Mahoma recibiera el Corán. Aunque libres, se veían obligados a pagar impuestos especiales y tenían que observar ciertas restricciones en el ejercicio de su religión—por ejemplo, la prohibición del proselitismo y de la construcción o reparación de nuevos templos.
El incontestable prestigio cultural del árabe y el Islam se derivaba en parte de consideraciones económicas y sociales: para cristianos y judíos la única manera de participar plenamente en la vida económica y política de al-Ándalus era mediante la integración en la vida cultural. Esto no implicaba obligatoriamente la conversión (aunque para algunos de los puestos más ventajosos en el gobierno había que ser musulmán) pero sí exigía un excelente conocimiento de la lengua y de la escritura árabe.
El Califato de Córdoba
La situación de independencia política de facto de al-Ándalus se convirtió en independencia de iure en 929. Ese año, 'Abd al-Rahman III, el emir de Córdoba, se declaró califa, desafiando la autoridad política de Bagdad. El largo reinado de 'Abd al-Rahman III y el más breve de su hijo Al-Hakam II (r. 961-976) marcan el apogeo de al-Ándalus como entidad política única. Bajo estos dos califas, floreció la cultura andalusí: en la producción de poesía, música e historiografía; en ciencias, matemáticas y tecnología; en caligrafía, orfebrería, obras de talla en marfil, y arquitectura. Bajo Al-Hakam II se reunió la biblioteca más grande de Europa, con 400,000 volúmenes, según testimonios coetáneos. Tanto Al-Hakam como su padre ’Abd al-Rahman hicieron importantes adiciones a la imponente mezquita de Córdoba. ’Abd al-Rahman también inició la construcción de una nueva ciudad para la corte califal en las afueras de Córdoba, Madinat al-Zahra, con su mezquita y un espléndido palacio, obra acabada por su hijo. Al igual que en época de los romanos, estas grandes obras de arquitectura civil sirvieron como testimonio público del poder de los califas.
Este florecimiento y expansión de la capital fue posible solo mediante la explotación agrícola intensiva de los territorios colindantes, hecha factible a su vez por la introducción de extensos sistemas de irrigación, utilizando técnicas de regadío antes desconocidas en Iberia. Asimismo, los árabes introdujeron nuevos productos como el arroz y la caña de azúcar que cobraron notable importancia en la economía de la península. Finalmente, en los siglos IX y X, bajo el dominio musulmán, la península volvió a desempeñar un papel fundamental en la vida comercial del Mediterráneo.
En su apogeo al-Ándalus gozó de una prosperidad que fue la envidia de los magnates cristianos en otras partes de Europa. Su prestigio cultural fue enorme y su capital, Qurtuba (Córdoba) fue en su momento la ciudad más grande del continente, con alrededor de medio millón de habitantes. La única ciudad mayor en la cuenca mediterránea era el Cairo.
Tras la muerte de Al-Hakam, llegó al mando del califato como regente el caudillo que más tarde se conocería como Al-Mansur (“El Victorioso”, Almanzor en español). Al-Mansur dominó al joven príncipe Al-Hišam y se convirtió en dictador del califato hasta su muerte en 1002. Emprendió una serie de agresivas campañas militares por las zonas septentrionales de la península, atacando y saqueando poblaciones de los reinos cristianos que en años anteriores habían hecho sus propias pequeñas conquistas en los territorios poco poblados del norte de al-Ándalus. Con estas acciones Almanzor pretendió reafirmar la hegemonía musulmana sobre la península y su propio control al mando del califato. El orden político sin embargo dependía demasiado de su persona y su muerte inauguró treinta años de guerras internas en las que participaron mercenarios beréberes y eslavos. El califato cae definitivamente en 1031, después del saqueo y destrucción del gran palacio de al-Zahra por tropas beréberes. La península se divide entonces en una serie de pequeñas entidades políticas centradas en las principales ciudades de al-Ándalus, iniciando el período conocido como el de los reinos de taifas (la palabra árabe para “facción” o “partido”).
Los reinos de taifas
Paradójicamente, al mismo tiempo que la disolución completa de la autoridad califal provocó el debilitamiento político y militar de los territorios musulmanes, exponiéndolos a ataques de los reinos cristianos del norte, no obstante, se observa en el siglo XI un segundo florecimiento de la cultura andalusí que evoca la situación de la Italia renacentista o la de la antigua Grecia, dos sociedades caracterizadas por complejas rivalidades entre pequeñas ciudades-estado.
Así, en estas cortes se emprende la construcción, a menor escala, de lujosos palacios y la promoción de las bellas artes, sobre todo la poesía y la música, ostentosos indicios del poder económico del emir que se pudiera permitir tales gastos. Buena muestra de esta refinada sociedad cortesana de los reinos de taifas es el género poético inventado por los poetas de al-Ándalus que combina el árabe clásico con imitaciones de la lengua popular de las calles: la muwaššah (típicamente escrito moaxaja en castellano). Se trata de un tipo de poesía que cobró gran popularidad en todo el mundo de habla árabe, y es una forma que sobrevive hoy en día. En al-Ándalus el género también gozó de éxito entre algunos poetas judíos vinculados a las cortes de los emires.
En este ámbito florecieron escritores de diversos tipos. Uno de los más emblemáticos fue el filósofo y teólogo cordobés Ibn Hazm (994-1069), autor de un famoso tratado sobre el amor, Tawq al-hamama, o El collar de la paloma.
Al-Ándalus y los reinos cristianos de la península
La historia tradicional quiere ver en el año 711 la fecha de una derrota que fue superada mediante el avance resuelto y coordinado de las tropas cristianas en un proceso lineal. La "primera" victoria de los antiguos dueños de la tierra dirigidos por el rey Pelayo sobre los invasores en Covadonga se produjo supuestamente en 722, y la toma de Granada se llevó a cabo en 1492—un lapso de siete siglos y medio. La realidad histórica fue muchísimo más compleja, hasta el punto de que durante la mayor parte de ese período es imposible hablar de dos bandos claramente definidos. Se trata de una época en la que se producen luchas internas entre los reinos cristianos y entre los propios "invasores", y en la que la alianzas cambiaban con los intereses de las partes involucradas.
En efecto, a partir de la caída del califato, los reyes cristianos empezaron a manipular las divisiones políticas de al-Ándalus para beneficio propio. Mediante presiones militares aplicadas estratégicamente, podían, por una parte, establecer pactos con reyes musulmanes para conseguir su apoyo en conflictos contra otros reinos (cristianos o musulmanes); por otra parte, podían intentar imponer un régimen tributario a territorios musulmanes, con el pago regular de grandes cantidades de oro a cambio de la defensa de sus territorios contra otros agresores (cristianos o musulmanes). Los tributos, llamados parias, que algunos emires pagaban a magnates cristianos llegaron a ser sumas enormes.
En general durante este período a los reyes cristianos les convenía mantener el statu quo ya que su propia prosperidad dependía en gran medida de la provisión estable de oro proveniente de los reinos de taifas, ello a pesar de que hubo algunos (en su mayoría eclesiásticos) que abogaban por el enfrentamiento militar con los musulmanes para "devolver" a manos cristianas las tierras que siglos antes habían sido de otros cristianos.
En este dinámico contexto socioeconómico aparece en los territorios cristianos del centro-norte una de las figuras más emblemáticas de finales del siglo XI, el infanzón y mercenario Rodrigo Díaz de Vivar (c. 1044-1099), conocido popularmente por su apodo de origen árabe, “el Cid” (de sidi, según la pronunciación hispanoárabe de sayyidi, o sea, “señor”). Exiliado dos veces tras provocar el enojo de Alfonso VI, se alió la primera con los emires de Zaragoza, bajo cuyo mando sirvió en varios conflictos con cristianos y musulmanes; durante su segundo exilio, emprendió su propia campaña militar contra la ciudad musulmana de Valencia y en 1094 se convirtió virtualmente en señor independiente de esa ciudad—esencialmente el jefe de una taifa—aunque siguió siendo vasallo nominal de Alfonso VI.
La carrera del Cid coincidió con la época de otra gran invasión de un grupo de beréberes del norte de África: los almorávides, (del árabe, al-murabitun, de etimología incierta). Seguidores de una secta musulmana de extrema ortodoxia, desde su nueva capital, Marrakech, los almorávides habían impuesto su dominio sobre el noroeste de África. A finales de siglo, algunos emires de al-Ándalus pidieron su apoyo contra la presión de los castellano-leoneses y los almorávides entraron en la península, venciendo a Alfonso VI en una batalla decisiva en 1086. No consiguieron mover al Cid Rodrigo Díaz de su posición en Valencia pero extendieron su control sobre todos los territorios musulmanes de la península excepto Zaragoza, incorporándolos al llamado Imperio Almorávide. Su actitud frente a la cultura refinada y urbana de los reinos de taifas era notoriamente hostil y el comienzo de su dominio sobre estos territorios de la península estuvo marcado por la imposición de un nuevo conservadurismo cultural y religioso.
El radicalismo militante de los almorávides coincidió con el desarrollo de actitudes semejantes entre cristianos de la Europa occidental, promocionado sobre todo por las poderosas instituciones eclesiásticas de Francia. Se declaró la primera cruzada cristiana a Jerusalén en 1095 y el siglo XII vio dos más. En el siglo XI también se fundaron las primeras órdenes militares, milicias organizadas según estrictos códigos como los de un monasterio, pero con el objetivo de guerrear contra los infieles. La orden de los Templarios y la de Malta fueron las primeras; en la península se fundaron la orden de Calatrava (en 1158), la de Santiago (en 1170) y la de Alcántara (en 1177), cada una con su emblemática cruz. La creación de tales organizaciones y el aumento en llamadas a la lucha contra los infieles por parte de prominentes eclesiásticos no implica, por otra parte, que hubiera una política coordinada entre los reinos cristianos para conquistar territorios musulmanes. Al contrario, las rencillas políticas entre reyes y nobles cristianos continuaron durante el siglo XII como en épocas anteriores.
El debilitamiento del poder almorávide en la península durante la primera mitad del siglo XII permitió algunas conquistas más por parte de los ejércitos cristianos, pero en 1148 la invasión de los almohades desde el norte de África supuso un nuevo obstáculo. Seguidores de otra secta fundamentalista, su nombre en español es una corrupción del árabe, al-muwahhidun, o “unitarios”, es decir, monoteístas. Tras establecerse en Marrakech y conquistar el norte de África hasta Egipto, se impusieron definitivamente en al-Ándalus. En 1170 transfirieron su capital de Marrakech a Sevilla.
Al principio los almohades mostraron una actitud abiertamente hostil hacia los judíos, obligándolos a elegir entre la conversión o el exilio. Esta política representó un gran cambio para los judíos de al-Ándalus, que—salvo aislados ejemplos de persecución como la masacre en Granada en 1066—habían prosperado, tolerados por los califas y emires y en algunos casos, como en el de Samuel ibn Naghrela (993-1056), visir de Granada a mediados del siglo XI, llegaron a tener importantes puestos en los gobiernos musulmanes. La persecución inicial de judíos por parte de los almohades provocó la huida de muchos a tierras cristianas o a zonas más tolerantes del norte de África. Entre estos exiliados estuvo el futuro filósofo y rabino Moisés Maimónides (1138-1204) que huyó de la península con su familia primero a Fez y luego a Egipto.
A pesar de la mentalidad más reaccionaria de los almohades, la brillante vida intelectual de al-Ándalus no decayó. En esta época, por ejemplo, vivió el polifacético filósofo cordobés Ibn Rušd (1125-98)—o Averroes, como lo conoció la cristiandad—traductor de Aristóteles y autor de un voluminoso comentario sobre su obra. Clérigos cristianos que habían viajado a la península para estudiar textos árabes sobre astronomía, medicina y matemáticas tradujeron—o comisionaron la traducción—de la obra de Averroes junto con el texto de Aristóteles, permitiendo que por primera vez en siglos la obra del filósofo griego se conociera en la Europa occidental, acompañada además del comentario del filósofo andalusí. La reintroducción de Aristóteles tendría un impacto importantísimo en la vida intelectual del cristianismo europeo.
En Sevilla los almohades también emprendieron nuevas edificaciones monumentales, como la famosa Torre del Oro (que junto con otra torre semejante al otro lado del río Guadalquivir sirvió como protección para el puerto de la ciudad) y el imponente minarete de la mezquita, popularmente conocido ahora como la Giralda. El apogeo del poder almohade en la península llegó a finales del siglo XII, marcado por la decisiva victoria de sus ejércitos sobre las fuerzas de Alfonso VIII de Castilla en la batalla de Alarcos (1195).
Es probable que en estos años finales del siglo XII (quizás un poco antes, o tal vez poco después del comienzo del siglo XIII) se compusiera en el dialecto romance de Castilla el poema heroico sobre el episodio del exilio del ya mencionado Rodrigo Díaz, “el Cid”. Es importante señalar que el poema castellano no anuncia una ideología radical de cruzada—algo que sí es apreciable, en cambio, en el famoso poema épico francés algo anterior al poema sobre el Cid, la Chanson de Roland, en la que los musulmanes son la encarnación del mal. A diferencia del poema francés, el poema castellano refleja la compleja situación política y social de la Península Ibérica a comienzos del siglo XIII: los musulmanes pueden ser excelentes aliados, los peores enemigos, o simplemente los dueños y ciudadanos de lugares que eran el objetivo ideal de personas como Rodrigo Díaz, deseosas de enriquecerse mediante la conquista de tierras y bienes. No hay que olvidar que en esta época, sean cuales fueran las pretensiones políticas de los reyes cristianos, la mayoría de las ciudades más prósperas y dinámicas de la península estaban bajo el dominio de dirigentes musulmanes. La mítica idea de una "convivencia" de culturas en al-Andalus fue en realidad menos el resultado de un proyecto religioso o filosófico que un acomodo mutuo impuesto por un equilibrio de fuerzas siempre en evolución. Esta situación cambiaría radicalmente en la primera mitad del siglo XIII, tema del próximo capítulo.