Capítulo 6: El auge de un imperio global (siglo XVI)

Contexto histórico

El reinado de Carlos V (1517-56)

Cuando murió Isabel la Católica en 1504, la infanta Juana heredó el trono de Castilla con su marido, Felipe I de Habsburgo “el Hermoso”. Felipe era el heredero de Maximiliano I (1459-1519), Sacro Emperador Romano, archiduque de Austria y, por matrimonio, duque de Borgoña, pero murió repentinamente en 1506, tres años antes que su padre. Como Juana (conocida como “la Loca”) padecía de severos trastornos psicológicos, Fernando II de Aragón tomó las riendas de Castilla en 1506 y confinó a su hija en el castillo de Tordesillas, donde permaneció hasta su muerte en 1555. El que sería Carlos I de España (Carlos V de Alemania), hijo de Juana y Felipe, nació en Flandes en 1500, donde estuvo hasta 1517, cuando lo llamaron para ser rey de España tras la muerte de Fernando el Católico en 1516.

Carlos heredó un patrimonio inmenso: de sus abuelos maternos, Castilla, con todas sus posesiones en el Atlántico (las islas Canarias y las Américas), Aragón, con todos sus dominios mediterráneos (las islas Baleares, Sicilia, Cerdeña y Nápoles) y Navarra; de su abuela paterna, María de Borgoña, el ducado de Borgoña (que incluía los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado); de su abuelo Maximiliano heredó los estados de la casa de Austria y el derecho a ser elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Carlos no fue recibido calurosamente cuando llegó para tomar posesión de sus reinos peninsulares: el joven rey llegó a España con un séquito de cortesanos y consejeros flamencos y no hablaba castellano. Los resentimientos de sus nuevos súbditos aumentaron cuando se dispuso a aceptar en 1519 el título de Sacro Emperador Romano, lo cual requiriría nuevos impuestos, implicaría la aplicación de recursos a asuntos políticos ajenos a los intereses de la península, y probablemente conllevaría largas ausencias del rey. Cuando Carlos abandonó la península en 1520 para viajar a Alemania, una confederación de trece municipios castellanos, unidos en una “Santa Junta” y apoyados por amplios sectores de la sociedad, se rebeló contra los representantes del nuevo rey. La llamada Guerra de las Comunidades de Castilla—o rebelión de los comuneros, según se designa a sus partidarios—cobró rasgos de una lucha de clases, con revueltas antiseñoriales en las ciudades y en el campo, de miembros de las clases bajas que resentían los abusos tanto del rey como de la nobleza. Este cambio de rumbo en la rebelión lógicamente provocó el rechazo por parte de los nobles. Un ejército real venció a los rebeldes en 1521 y cuando Carlos volvió a sus posesiones castellanas en 1522, ya nombrado emperador, encontró un territorio en paz.

El Imperio Otomano, que controlaba toda Grecia desde mediados del siglo XV y seguía una política expansionista, amenazaba las posesiones italianas y centroeuropeas (Austria) de Carlos V. Los turcos también contaban con un importante aliado, Argelia, de hecho un estado independiente pero nominalmente parte del imperio desde la época del sultán Selim I (r. 1512-1520). Desde Argelia partían a menudo pequeñas expediciones para atacar las costas del norte del Mediterráneo.

El mayor rival de Carlos V sin embargo era Francisco I de Francia, quien en 1523 invadió Milán, estado dependiente del emperador. Aunque las fuerzas imperiales vencieron y capturaron a Francisco I en la batalla de Pavía (1525), cerca de Milán, poco después el monarca francés volvió a involucrarse en la política italiana al unirse a la alianza establecida por el papa Clemente VII con Inglaterra, cuyo objetivo era contrarrestar el poder de Carlos V en Italia. Una nueva invasión imperial en 1527 desembocó en el saqueo de Roma por las tropas de Carlos V, un gran escándalo en la época, pero algo que consiguió para Carlos el control definitivo de Milán y el dominio de Italia. Se firmó la paz entre Francia y Carlos V en 1529 con el tratado de Cambrai.

Los propagandistas imperiales promulgaban la imagen de Carlos V como el líder de una “monarquía universal” que uniría a toda la cristiandad bajo el mismo yugo, como el mítico emperador cuyo gobierno anunciaba, según conocidísimas profecías medievales, la llegada del Mesías.

No obstante, el mayor desafío a la autoridad de Carlos V tuvo que ver precisamente con una cuestión religiosa. En 1517 el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) inició la llamada Reforma Protestante con la publicación de sus 95 tesis, una lista de críticas de las prácticas y dogmas de la Iglesia. En particular, Lutero criticaba la venta de indulgencias, una práctica que el papa Leo X promovió en exceso en su esfuerzo para financiar lujosas renovaciones de la basílica de San Pedro en Roma. Los luteranos afirmaban, entre otras cosas, que Jesucristo era el único intermediario entre Dios y los seres humanos y que por lo tanto los santos, el Papa y los sacerdotes carecían de validez como tal. Los luteranos rechazaban además la autoridad de la Iglesia con respecto a la interpretación de las Sagradas Escrituras, alegando que los voluminosos comentarios producidos a lo largo de los siglos por los Padres de la Iglesia y otros teólogos, junto con las tradiciones de la Iglesia, oscurecían el verdadero sentido de la Biblia.

A pesar de que Carlos V promulgó el Edicto de Worms de 1521 declarando a Lutero hereje, este gesto tuvo poco efecto debido al apoyo y protección que Lutero recibía de algunos potentados alemanes, lo cual le permitió establecer sus propias pautas para el culto al dios cristiano en lo que era para él y sus seguidores una Iglesia reformada que pretendía volver a la iglesia primitiva de los primeros cristianos. Sería una simplificación excesiva implicar, sin embargo, que se trataba únicamente de una cuestión religiosa. La expansión del protestantismo coincidió con una época de gran inestabilidad política y social en los estados alemanes y los príncipes que se unieron a la causa protestante esperaban que esto también les permitiera mayor independencia del emperador.

Una de las consecuencias de la afirmación de la ortodoxia oficial en los dominios regidos directamente por Carlos V, y sobre todo en España, fue el enfriamiento de la vida intelectual.

En el primer tercio del siglo XVI, las nuevas corrientes del humanismo se habían acogido con entusiasmo en España. En su formulación clásica, el humanismo representaba la confianza en la capacidad de los seres humanos para moldear su entorno y controlar su fortuna. Su énfasis estaba en este mundo y no en el venidero. El humanismo tuvo su origen en la situación política y cultural particular de la Italia de finales del siglo XIV y del siglo XV y se inspiró en la antigüedad grecorromana para sus modelos de pensamiento. Recibió un impulso especial tras la caída de Constantinopla a manos turcas cuando destacados intelectuales griegos emigraron a Italia con sus libros en el griego original—Homero, Platón, Aristóteles, Tucídides, etc.—, lo cual implicó para Europa occidental el primer contacto directo con estas fuentes en casi un milenio. Los humanistas fueron los primeros en hablar de una “Edad Media” y consideraban que era su labor la recuperación de la filosofía, la historia y la estética de la antigüedad: de ahí la noción de “Renacimiento”. Los primeros humanistas se dedicaron a estudiar sobre todo la retórica y la oratoria, las lenguas antiguas, la historiografía, la arquitectura, la escultura y la literatura grecorromanas.

En el siglo XVI hubo quienes intentaron hacer cuadrar las tendencias intelectuales del humanismo con las creencias del cristianismo. La figura sobresaliente en esta empresa sincrética que unía el pensamiento pagano con el cristiano fue el filósofo y teólogo holandés Erasmo de Rotterdam (1467-1536) que unió a sus estudios de textos clásicos y bíblicos un espíritu crítico para con las instituciones eclesiásticas. Propugnaba un cristianismo fundado en la espiritualidad interior más que en las manifestaciones externas. Aunque en la corte de Carlos V existía un importante núcleo de intelectuales humanistas que mantenía estrechos vínculos con Erasmo, el modo de pensamiento que éste representaba se vio presionado cada vez más por la ortodoxia oficial que se adoptó en respuesta al protestantismo. De hecho, el propio Erasmo fue acusado de ser protestante, y la Inquisición al final prohibió la circulación de sus obras.

Si la asimilación de secularismo de los humanistas o la de las actitudes críticas de los erasmistas resultó sumamente complicada en el contexto ideológico de la corte de Carlos V tras el auge del protestantismo, la asimilación de la estética renacentista resultó bastante menos problemática. De hecho, el reinado de Carlos V presenció el triunfo de las formas clásicas en la arquitectura y la imitación de modelos italianos en la pintura y escultura. Uno de los símbolos más emblemáticos de esta innovación estética es el palacio renacentista de Carlos V incorporado a la Alhambra de Granada, diseñado por el pintor y arquitecto Pedro Machuca (c. 1490 - 1550). En el ámbito de la literatura, el cambio estético correspondiente fue la adopción de temáticas y formas poéticas en imitación de la poesía de Francesco Petrarca (1304-74), considerado por muchos el primer humanista del Renacimiento. El primer gran exponente de la poesía petrarquista en España fue un miembro de la corte de Carlos V, Garcilaso de la Vega (c. 1501-1536). Su breve antología de poemas, publicada póstumamente por su amigo el poeta catalán Joan Boscá (o Boscán), se convirtió rápidamente en un clásico.

Desde los primeros años de su reinado, Carlos V reclamó un concilio eclesiástico para llegar a una resolución oficial sobre el protestantismo y así presionar a los príncipes alemanes rebeldes. El papa Pablo III cedió frente a las demandas de Carlos V y convocó la reunión de eclesiásticos más importante en la historia de la Iglesia, el Concilio de Trento, que se reunió en varias etapas entre 1545 y 1563. El concilio tenía el objetivo de condenar el protestantismo, reformar la propia institución eclesiástica para que no se expusiera más a las críticas de los protestantes, y reafirmar la autoridad de la Iglesia en asuntos de dogma.

Carlos V prosiguió simultáneamente una campaña militar contra los protestantes. En 1547 venció en la batalla de Mühlberg; pero esta victoria no fue decisiva, por lo que el emperador intentó llegar a un acuerdo temporal con los príncipes protestantes. La concesión final la hizo en 1555, con la llamada Paz de Augsburgo. Carlos V firmó un tratado con los príncipes del Imperio en el que, siguiendo el principio de cuius regio, euis religio (“la religión del territorio será la del que lo rija"), el luteranismo consiguió el estatus de religión oficial en aquellos principados cuyos dirigentes lo eligieron. En realidad este acuerdo representó para Carlos V una derrota tras la cual, desilusionado, decidió abandonar las riendas del poder y abdicar en favor de su único hijo legítimo, Felipe II, en 1556.

Frente a las decepciones en la política exterior, Carlos V disfrutó de una posición segura en la península. Ayudado por el optimismo que provocó el descubrimiento de yacimientos de oro y plata en las Américas, Carlos consiguió evitar la inestabilidad política que había aquejado a sus posesiones peninsulares en los primeros años de su reinado. Esto no significa, sin embargo, que no hubiera desajustes económicos ni profunda miseria en ciertos sectores de su reino, causada irónicamente por la inflación que ocasionó la enorme entrada de metales preciosos al país. Tampoco quiere decir que no hubiera voces críticas, como la del autor anónimo de La vida de Lazarillo de Tormes (1554), quien satiriza a la nobleza menor y al clero en un ingenioso libro sin precedentes que se presenta como una narración en primera persona sobre los males de la nación puesta en boca de un huérfano de la clase social más marginada.

El reinado de Felipe II (1556-98) y la Contrarreforma

Si bien Carlos V promovió enérgicamente la convocatoria del Concilio de Trento (1545-1563), fue su hijo Felipe II el que identificó su reino completamente con la ideología de Trento. El cambio ideológico que representan las conclusiones de este concilio se suele llamar la Contrarreforma, es decir, la respuesta oficial de la Iglesia a la Reforma protestante.

Como el gobierno de Felipe II, el Concilio de Trento representó un gran esfuerzo de centralización. Entre las más importantes conclusiones del Concilio destacaron las siguientes: (1) a diferencia de los luteranos, que afirmaban que sólo la fe era suficiente para la salvación y que no eran necesarias las buenas obras, la Iglesia reafirmó el valor de las buenas obras para la salvación del creyente; (2) el Concilio reafirmó el papel del libre albedrío de los seres humanos para conseguir la gracia divina, en contraste con las doctrinas protestantes que afirmaban la predestinación; (3) se reafirmó el valor de los siete sacramentos: el bautismo, la confirmación, la eucaristía (la comunión), el matrimonio, la penitencia (la confesión), la ordenación de sacerdotes y otros religiosos, y la extremaunción (ing. last rites); (4) se reafirmó el principio de la transustanciación, o sea, la idea de que la sustancia del pan de la comunión y el vino, una vez consagrados, se convierten verdaderamente en la sustancia del cuerpo y sangre de Cristo; (5) se condenó enérgicamente el concubinato del clero y se reafirmó el valor del celibato (en contraste con los protestantes, que permitían el matrimonio del clero); (6) se reafirmó la existencia del purgatorio; (7) se reafirmó el valor del culto a los santos y a sus reliquias y el culto a la Virgen por sus poderes de intercesión entre los seres humanos y Dios; (8) se insistió en que la Iglesia era la única autoridad sobre cuestiones de interpretación bíblica; (9) se insistió asimismo en el papel del clero como intermediario entre los fieles y Dios; (10) la lengua de la Iglesia siguió siendo el latín, en oposición a los protestantes, quienes utilizaban las lenguas vernáculas y traducían la Biblia; (11) se instituyó una reforma general de la liturgia para que la misa se celebrara de la misma manera en todos los países y localidades; (12) tras el establecimiento de la Inquisición romana, se publicó el primer Índice de libros prohibidos y expurgados (Index librorum prohibitorum).

Trento tuvo importantes consecuencias para la vida intelectual de la Europa católica. En España en particular, donde la monarquía se había identificado más estrechamente que otras potencias con la ideología de la Contrarreforma, se percibe bajo el régimen de Felipe II un notable estancamiento del espíritu intelectual innovador que se vislumbraba en las primeras décadas del siglo. En 1559 Felipe prohibió que sus súbditos españoles estudiaran en otras universidades fuera de las españolas.

El Concilio de Trento y el espíritu contrarreformista coincidieron con dos importantes fenómenos en la vida religiosa de España que tendrían repercusiones internacionales. El primero fue la fundación de una nueva orden religiosa bajo el liderazgo de un antiguo soldado vasco que había servido en los ejércitos de Fernando II y de Carlos V, llamado Ignacio de Loyola (1491-1556). En 1540 se creó con licencia papal la Sociedad de Jesús, o la orden de los jesuitas, también conocida por el nombre de la Compañía de Jesús. Nótese que compañía es una palabra que sugiere una división militar. En efecto, los jesuitas se consideraban una especie de milicia espiritual, no ya mediante las armas como las órdenes militares de la Edad Media sino mediante la obra misionera. La Compañía de Jesús se concibió como una entidad bajo las órdenes directas del papa y fue tenazmente fiel al papado. Tras la institución de la Contrarreforma, los jesuitas se dedicaron en todo el mundo a la difusión misionera de la ortodoxia católica—tanto dentro de Europa para contrarrestar los avances del protestantismo como en otros lugares del mundo mucho más alejados, como las Américas y Asia.

Si los jesuitas pueden verse como el lado oficial e institucional de la Contrarreforma, el movimiento encabezado por los místicos Santa Teresa de Jesús (1515-1582) y San Juan de la Cruz (1542-1598) está emparentado con los movimientos paralelos a la Iglesia oficial que afirmaban una relación más íntima entre el individuo y Dios. Lógicamente, la noticia de sus experiencias místicas y su insistencia en el intimismo del sentimiento religioso levantó sospechas en la jerarquía eclesiástica; asimismo, sus esfuerzos para reformar la orden carmelita provocó la hostilidad de sus compañeros que no estaban dispuestos a adoptar un ascetismo tan radical. Tanto Santa Teresa como San Juan sufrieron reveses (San Juan fue confinado por sus superiores en 1577 hasta su fuga en 1578) pero cobraron legitimidad en la década de los ochenta, y gozaron incluso del apoyo de Felipe II. La Iglesia finalmente los acogió como completamente ortodoxos al canonizar a Santa Teresa en 1622 y a San Juan en 1726. Los dos se consideran los mayores exponentes del misticismo y sus escritos se consideran fuentes autoritativas sobre la experiencia mística. Sus reformas monásticas se convirtieron en modelo para otras órdenes y el ascetismo se revalorizó como objetivo de la devoción.

Una importante minoría religiosa permanecía al margen de la ortodoxia católica que se imponía en el reino: los moriscos. En teoría todos los descendientes de la población musulmana de la península se hicieron cristianos tras la conversión forzosa de 1526 durante el reinado de Carlos V. Sin embargo, se adoptó una política más o menos flexible con estas poblaciones, concentradas sobre todo en los reinos de Granada y Valencia y en Aragón en los territorios circundantes a Zaragoza. Hubo también poblaciones más pequeñas en zonas de Extremadura, Castilla, Murcia y Andalucía. Se les permitió la observancia de costumbres no relacionadas explícitamente con la religión (la vestimenta, la organización social, etc.).

Aunque en su gran mayoría perdieron el conocimiento del árabe y hablaban castellano como lengua materna, el grado de asimilación de los moriscos fue siempre limitado. Esto se debía a su posición marginada en la sociedad: eran campesinos y humildes artesanos. Por esta razón también las autoridades eclesiásticas y civiles les prestaron poca atención; los judíos y conversos, en cambio, habían desempeñado un papel protagónico en la vida política y económica de las ciudades y también en el gobierno real. En algunas poblaciones, sobre todo en Aragón, los moriscos gozaron además del apoyo de los magnates locales que dependían de su mano de obra para el cultivo de los campos. Hay amplia evidencia de que muchos moriscos, relativamente libres del escrutinio de las autoridades eclesiásticas, mantenían prácticas y creencias islámicas a pesar de las conversiones bajo Carlos V. La evidencia principal son los numerosos textos en castellano o aragonés escritos con caracteres árabes conocidos como textos aljamiados (de aljama o “barrio morisco"). Algunos de estos textos eran literatura de entretenimiento: novelas, poesías, canciones. Hay muchos ejemplos también de textos religiosos o guías para la observancia de los ritos y prácticas del Islam. Tales textos, aunque escritos en dialectos de la península, servirían para el aprendizaje de los caracteres árabes (esencial para leer correctamente el Corán) y también sería una manera de ocultar su contenido a los cristianos.

Bajo Felipe II, sin embargo, los moriscos empezaron a sufrir presiones cada vez mayores, con el argumento de que representaban una amenaza a la seguridad del reino ya que se temía que con ellos los turcos tendrían acceso directo a tierras españolas en sus campañas navales por el Mediterráneo. También representaban para la Iglesia y para el devoto Felipe II una excepción a la "unidad" religiosa del reino. Se les prohibió su vestimenta distintiva, los nombres no cristianos y el uso del árabe en 1567. Un año más tarde se desencadenó una rebelión de moriscos que duró tres años en las Alpujarras, las tierras montañosas en el reino de Granada. Se reprimió esta rebelión duramente y a los moriscos granadinos se les impuso el traslado forzoso a otros lugares de la península, principalmente a Valencia. Este fue el primer paso en realidad hacia la expulsión de todos los moriscos de la península que ocurrió a principios del siglo XVII (1609), bajo el reinado de Felipe III.

La política imperial de Felipe II

Además de los asuntos relacionados con el Concilio de Trento, que concluyó en 1563, Felipe también heredó de su padre la guerra con Francia que Carlos V había empezado en 1551. En 1557 los ejércitos de Felipe ganaron una importante batalla en San Quintín, en el norte de Francia (victoria que el monarca luego celebraría con la construcción del palacio de El Escorial). El conflicto concluyó en un tratado con el rey de Francia—Enrique II, hijo de Francisco I—en 1559, la llamada Paz de Cateau-Cambrésis.

La paz con Francia permitió que Felipe II dedicara más recursos a los frecuentes conflictos contra el Imperio Otomano en el Mediterráneo. En 1560 se unió a la Liga Santa, formada por Venecia y los Estados Papales ese mismo año para contrarrestar el poder naval de los turcos. En 1571 la Liga consiguió la victoria frente a una gran flota turca en la batalla de Lepanto. A pesar de este éxito militar, el poder de los otomanos en el Mediterráneo seguiría siendo una preocupación para estas potencias.

Tras la paz con Francia, en Flandes también empezaron a surgir graves problemas con el creciente papel del protestantismo (calvinistas en los Países Bajos) y el resentimiento contra los Habsburgo por los cuantiosos impuestos recaudados para financiar las guerras de Carlos V y Felipe II. Bajo estas circunstancias, el proselitismo protestante tuvo mayor éxito y en 1566 se produjeron importantes disturbios antieclesiásticos en los Países Bajos. Felipe mandó al Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, para reprimir la revuelta, y la severidad de la represión desencadenó una rebelión abierta contra el régimen español en 1568. En 1579 se formó la Unión de Utrecht y en 1581 las Provincias Unidas (las 17 provincias del norte de los Países Bajos, lo que es hoy Holanda) se declararon independientes de España alegando que Felipe II no era apto para reinar en estos territorios.

A partir del conflicto en los Países Bajos empieza a surgir lo que ya se ha designado como la "Leyenda Negra", el producto de la propaganda contra el régimen de Felipe II que circulaba en territorios protestantes y que respondía a la crueldad de la represión bajo el mando del Duque de Alba. Esta propaganda se convirtió rápidamente en una herramienta política útil para justificar la reclamación de independencia. Las críticas empezaron a aplicarse a todo el imperio de Felipe II, presentando a los españoles como tiranos sanguinarios dondequiera que gobernaran. Uno de los ejemplos más emblemáticos de esta obra propagandística son los grabados producidos en la imprenta de Theodor de Bry, un impresor flamenco protestante exiliado en Alemania. Estos dibujos, que acompañaban su edición de 1598 de la Brevísima relación de Bartolomé de las Casas, representan a los españoles cometiendo toda clase de crueldades contra los indígenas.

Una nueva rivalidad entre España e Inglaterra desembocó en una serie de conflictos militares entre 1585 y 1604. La ejecución por Isabel I de Inglaterra en 1587 de María Estuardo, reina de Escocia y pretendiente católica al trono inglés, fue la justificación para un intento de invasión por parte de Felipe II en 1588. La gran Armada Invencible que organizó Felipe para la invasión de Gran Bretaña se encontró con una pequeña armada inglesa que sin embargo impidió que las naves españolas llegaran a Flandes para recoger a las tropas invasoras. Los españoles decidieron circunnavegar las Islas Británicas para volver a España pero en un violento temporal en las costas de Irlanda se perdió casi la mitad de la enorme flota de 130 barcos.

Los múltiples conflictos bélicos de las últimas décadas del siglo XVI afectaron gravemente la economía española. Felipe continuó la política de su padre al contraer enormes deudas con banqueros alemanes y genoveses; la hacienda real quebró varias veces durante su reinado. En cada una de estas ocasiones, tanto la monarquía como sus acreedores esperaban que nuevos descubrimientos de metales preciosos en América cubriesen estas deudas. Sin embargo, en ningún momento la parte de estas importaciones que correspondía a la Corona resultó suficiente para pagar las deudas y financiar las nuevas empresas militares, lo cual condujo a impuestos cada vez más altos. El peso de estas contribuciones recayó sobre Castilla. La industria nunca recibió apoyo del Estado. Todo ello contribuyó al estancamiento de la economía española y a la falta de desarrollo comercial e industrial con la constante salida de capital hacia otras regiones de Europa.