Capítulo 3: El proyecto de una modernidad española (siglo XIX)

Contexto histórico

Acabada la Guerra de la Independencia contra los franceses, y con el rey Fernando VII nuevamente en el trono, España se enfrentaba a una crisis en todos los aspectos. A las ramificaciones de una guerra sangrienta se sumaba la actuación de un rey cuyas políticas deshicieron los pocos logros liberales de los años anteriores. La guerra se había ganado no en nombre de ideales liberales o revolucionarios, sino de la tradición más reaccionaria basada en la monarquía absoluta y la religión.

Además de paralizar el comercio y destruir la infraestructura industrial que existía, la Guerra de la Independencia militarizó la sociedad española. La opinión pública organizada no existía, y el ejército y la iglesia eran las únicas fuerzas sociales organizadas. A diferencia de épocas anteriores y como consecuencia del carácter frecuentemente espontáneo y popular de la resistencia contra las fuerzas francesas, los dirigentes del ejército ya no eran exclusivamente nobles; muchos oficiales eran de origen modesto y el ejército les dio la oportunidad de ascenso social. Por su actuación en la guerra, las varias facciones del ejército jugarían en el futuro un papel importante en golpes de estado, guerras carlistas (ver abajo) y pronunciamientos militares que con la violencia o la amenaza de la violencia atentaron contra el poder civil a lo largo del siglo XIX.

  El reinado de Fernando VII, bajo el que rotaron más de 30 gobiernos, vio nacer muchos de los problemas que bajo diversas formas marcarían la historia española hasta muy entrado el siglo XX. El más significativo fue la división del país en dos bandos: un liberalismo ilustrado, partidario de las reformas liberales que, en el plano político, social y económico, tenían lugar en el resto de Europa; y un grupo conservador cercano a la monarquía, partidario de lo que se concebía como lo tradicionalmente español: un país unido en la religión católica, siempre bajo el mando del rey. Tanto liberales como absolutistas acudieron con frecuencia al ejército y a bandas armadas para que impusieran sus reformas o para que suprimieran por la fuerza las impuestas por el bando contrario.

Las tensiones entre estos dos grupos, que contarán con el apoyo intermitente de los monarcas, marcan todos los aspectos de la política española del siglo XIX. La carencia de medios legales a través de los cuales ejercer presión en protesta de las injusticias hace que el único medio de intervención política para ambos sea el de las revueltas y pronunciamientos militares, sentando un precedente que continuará vigente por muchos años tanto en España como en la América Hispana. Esto hará que en muchas ocasiones sean los generales, y no la sociedad, quienes ostenten el poder del cambio político.

Varios son los asuntos que marcan la política española del siglo XIX: en primer lugar, la búsqueda de una fórmula política que lograra combinar la presencia del rey con las aspiraciones democráticas; en segundo lugar, el peso de la Iglesia Católica sobre la política del país; en tercer lugar, la presión de las regiones históricas por conseguir un mayor reconocimiento de sus tradiciones y de su autonomía.

La monarquía constitucional

A pesar de que la vuelta de Fernando VII al trono se había pactado como una forma de monarquía constitucional, lo cierto es que el rey no sólo suspendió la Constitución de 1812, sino que disolvió las Cortes, restauró la Inquisición y encarceló a los principales dirigentes liberales, volviendo a las formas del Antiguo Régimen. Las protestas de los grupos liberales fracasaron en parte por la escisión interna dentro del mismo grupo entre “progresistas”, que defendían la soberanía nacional, una limitación a los poderes del rey y un aumento en los derechos y libertades; y “moderados”, defensores de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes y favorables a la atribución de un gran número de poderes a los monarcas, como nombrar a los ministros o el derecho de veto.

Cercano a su muerte, Fernando VII decidió derogar la “Ley Sálica”, que establecía que sólo los varones podían reinar, en favor de su hija Isabel. Esta decisión atentaba contra los intereses del infante Carlos, hermano de Fernando, quien se sentía el legítimo heredero, y dio lugar a la Primera Guerra Carlista, que se estudiará a continuación. Puesto que Isabel tenía sólo tres años cuando murió su padre, fue su madre, la Reina María Cristina, quien actuó como Regente. Apoyada por grupos liberales moderados estableció las primeras bases para una reforma política controlada. Sin embargo, la inestabilidad causada por la guerra carlista puso fin al proyecto de reforma de la Regente.

Si bien fueron los liberales quienes lucharon a favor de Isabel en la Primera Guerra Carlista, tampoco ella supo ser una monarca constitucional: bajo su reinado tuvieron lugar más de 60 gobiernos, varias constituciones y numerosos pronunciamientos. Aunque oficialmente la Corona estaba sometida a la Constitución, la reina gobernaba caprichosamente, otorgando su apoyo indistintamente a moderados y progresistas, que se alternaban en gobiernos cortos incapaces de realizar avances significativos para el país.

Ante la inestabilidad, el general Leopoldo O’Donnell tomó las riendas del país preparándolo para una verdadera revolución liberal; las décadas anteriores habían sido favorables económicamente, y el desarrollo de industrias como la textil o ferroviaria había dado lugar al afianzamiento de la burguesía como clase y poder social. En estos años se llevaron a cabo importantes obras públicas y creció la estabilidad. La falta de apoyo de la reina a estas medidas hizo que fuera cada vez más evidente la alienación de la monarquía con respecto a las fuerzas políticas del país: como su padre, Isabel II había sido el primer obstáculo al desarrollo constitucional del país. Al estallar la revolución, en 1868, Isabel se exilió en Francia.

Esta revolución liberal de 1868, también llamada “La Gloriosa”, generó un entusiasmo general. La nueva Constitución, promulgada en 1869, proclamaba todos los principios democráticos: libertad religiosa y de enseñanza, poder legislativo en manos exclusivas de las Cortes, sufragio universal, abolición de la pena de muerte, medidas económicas liberales. En un nuevo intento de crear una monarquía constitucional se eligió como rey al italiano Amadeo de Saboya, que se comprometió a someterse rigurosamente a la Constitución. Todas las clases sociales que buscaban un cambio de conducta política pusieron sus esperanzas en la nueva generación de dirigentes. Eran tiempos de utopías sociales y de optimismo: la pequeña y mediana burguesía buscaba una mayor participación del pueblo en la vida pública; los obreros y campesinos aspiraban a un mundo en el que pudieran vivir mejor. La vida intelectual se revitalizó: no en vano, los principales escritores y pensadores de la época se autodenominaron “Generación del 68” o “Hijos de la Gloriosa”.

Sin embargo, fueron varios los factores que llevaron a la Revolución al fracaso, entre ellos el descontento por la guerra entre las fuerzas españolas y los patriotas criollos cubanos que había comenzado en 1868, la falta de consenso acerca de la figura del Rey Amadeo y el asesinato del general Juan Prim, que dejó al grupo sin líder. La Primera República Española (1873-1874) sólo duraría 11 meses, y se desmembraría pronto a causa de desacuerdos sobre los nacionalismos y la monarquía. Alfonso XII, hijo de Isabel II, regresó a España en 1874 e inició el período conocido con el nombre de la “Restauración borbónica”.

El movimiento literario y cultural que predomina hasta este momento en el siglo XIX es el Romanticismo.  Como en el resto de Europa, el Romanticismo tiene un papel fundamental en la concepción y representación de las identidades nacionales.  Aunque en general el Romanticismo se concibe como movimiento de rebeldía en sintonía con el liberalismo político, en España se manifiesta tanto de forma liberal como conservadora y católica. Por un lado el antirracionalismo romántico buscó inspiración en épocas anteriores a la Ilustración (la Edad Media sobre todo) y revaloró la experiencia religiosa; pero el romanticismo también celebró la libertad individual y la de los pueblos e instituyó la originalidad artística como principal criterio estético. Ambas vertientes del movimiento permitieron su adopción por ideologías opuestas en la España del siglo XIX.

España fue uno de los temas favoritos de los escritores románticos extranjeros. Escritores y viajeros franceses como Chateaubriand, Victor Hugo, Théophile Gautier, Alexandre Dumas y Prosper Merimée contribuyeron a crear la imagen de una España romántica, más africana que europea, de instintos crueles y violentos, caracterizada por el individualismo, el honor y el apego a la libertad personal. Este es el origen de una cierta imagen de España que pervivió hasta hace muy poco.

Comparado con la inestabilidad política de los años precedentes, el período que se inicia en 1874 con el regreso de Alfonso XII fue una época de reconstrucción nacional. Se consiguió un pacto entre liberales y carlistas y el rey demostró sus habilidades diplomáticas en su trato de las colonias que todavía quedaban, concertando con los rebeldes cubanos el Pacto del Zanjón (1878). En él, España concedía a Cuba algunas medidas autonómicas y la libertad de los esclavos. En 1877 la creación del servicio público de correos, telégrafo y el teléfono revolucionan las comunicaciones.  Se modernizan los servicios públicos en las ciudades con el alumbrado eléctrico y el transporte más eficiente de los bienes de consumo.

En la esfera política el acontecimiento más importante fue la proclamación de la Constitución de 1876. Aunque de perfil liberal, mantenía un tono moderado que pareció aceptable a todos menos a los carlistas y a los más progresistas. En ella se reconocía la religión católica como la oficial del Estado, aunque se establecía la tolerancia religiosa, y se afirmaba que la potestad de aprobar leyes residía en las Cortes con el rey.

Al morir Alfonso XII en 1885, dejó dos hijas de su esposa María Cristina de Habsburgo, que estaba además esperando un tercer hijo, Alfonso XIII.  Empezó otro período de regencia durante el cual los poderes conservadores y liberales se alternaron, conocido como "el turno pacífico" en el poder.

A pesar de que la economía española a finales del siglo XIX se caracterizaba por su atraso con respecto al resto de Europa, sí se puede afirmar que hubo un crecimiento económico moderado. Una característica que seguía en pie fue el proteccionismo estatal.  El 70% de la población se dedicaba a la agricultura.  La industria se desarrolla sobre todo en Cataluña (textil) y el País Vasco (metales).  La extensión de la red ferroviaria facilitó los transportes comerciales. 

El movimiento literario que se desarrolla durante ese período de relativa estabilidad y prosperidad económica es el Realismo.  Los escritores realistas como Benito Pérez Galdós son miembros de la creciente clase burguesa que observan y critican a su propia clase social en ambientes urbanos.  Se analizan las consecuencias del materialismo que acompaña al proceso de industrialización así como la degeneración moral que conlleva.

La cuestión religiosa

La relación entre el Estado y la Iglesia fue uno de los asuntos más importantes de la evolución histórica de la España del siglo XIX. Al finalizar la Guerra de la Independencia, la gran influencia de la Iglesia católica se debía a que era una de las pocas instituciones organizadas del país y a que contaba con el apoyo de un gran número de fieles. La Monarquía se encontraba, pues, ante un conflicto: mantener privilegios de la Iglesia como el cobro de diezmos o la identificación del Estado con la religión católica, asegurándose así su apoyo y el de los grupos conservadores; o favorecer aspiraciones liberales como la libertad religiosa o la repartición de los bienes eclesiásticos, y por tanto contentar a los progresistas. Tanto el reinado de Fernando VII como el de Isabel II se caracterizaron por un continuo vaivén movido por el interés entre una y otra opción, que incluyó tratados y rupturas con el Vaticano (como por ejemplo, a raíz de la derogación de la Ley Sálica), declaraciones de la naturaleza católica del reino, o reformas radicales como las “desamortizaciones” por las que se confiscaban la mayoría de las tierras de la Iglesia y se ponían a la venta--proyecto económico que, como hemos visto, se venía discutiendo desde el siglo XVIII (Jovellanos).

A la hora de entender la “cuestión religiosa” es importante tener en cuenta que no se trataba de un enfrentamiento entre partidarios de diferentes religiones o entre católicos y ateos: España era un país de cultura esencialmente religiosa, de manera que todos los grupos sociales y políticos reconocían la importancia de la fe. La crítica de los liberales se dirigía a los “poderes temporales” de la Iglesia, es decir, a la influencia política de ésta y a las costumbres individuales del clero. A esto se sumaba el hecho de que el Vaticano, asediado por el avance de teorías científicas como las de Darwin, radicalizara cada vez más sus posturas mediante la publicación de encíclicas en condena de movimientos como el liberalismo y el socialismo, o del Concilio Vaticano I (1870) en que declaraba la infalibilidad del Papa. Esto provocó entre los intelectuales progresistas el inicio de un movimiento de renovación religiosa que defendía una vuelta al carácter esencial del cristianismo, su moral aplicada a la acción social, en detrimento del aspecto ritual y externo de la Iglesia católica. El más importante de estos grupos fue el de los krausistas, formado por abogados, profesores, sociólogos, etc. que defendían una moral cristiana racionalista, aplicada no sólo a la renovación personal, sino a la de las estructuras políticas y sociales del país.  Llamado también “racionalismo armónico”, el krausismo pretendía combinar los logros del racionalismo con la metafísica idealista, en especial  con la existencia de Dios y el valor de los actos morales. A pesar de su filiación idealista, lo principal del krausismo era su preocupación por la aplicación práctica de sus doctrinas. Sus principales postulados eran una concepción orgánica de la sociedad—en que todos los miembros están interconectados—y la perfectibilidad del hombre y su capacidad de influir sobre las agrupaciones sociales en su camino hacia la racionalidad y la libertad. El peso del pensamiento krausista en la reconstrucción de la educación, el derecho y las instituciones de la nación se sentiría más allá del fin del siglo XIX.

La formación de los nacionalismos

Si bien la primera Guerra Carlista se había originado en un problema de sucesión, pronto adoptó tintes nacionalistas. Entre los partidarios de don Carlos, (los “carlistas” o “tradicionalistas”) se encontraban las secciones más conservadoras de la sociedad. Temiendo que con la joven reina Isabel II se implantara un régimen liberal, abogaban por una monarquía absolutista de origen divino y por una Iglesia fuerte, poderosa e influyente. Su lema legendario era "Por Dios, por la Patria y el Rey".

El carlismo fue inicialmente un movimiento rural, particularmente activo en las zonas que habían disfrutado de regímenes basados en fueros reales como en el País Vasco, Navarra, Aragón y Valencia. Sus partidarios alentaban la reinstauración de los “fueros” de los antiguos reinos históricos—privilegios económicos y administrativos que garantizaban a estas áreas cierta independencia de poder del monarca. Los liberales, en cambio, se oponían a los fueros ya que presentaban un obstáculo a la unidad nacional en la que se fundamentaba la creación del estado moderno.

Hubo tres Guerras Carlistas a lo largo del siglo XIX que dan testimonio de la profunda división ideológica del país.  La Primera Guerra Carlista (ya mencionada), notable por el fanatismo y la crueldad de ambos bandos, se declaró pocos días después de la muerte de Fernando VII y terminó en 1839.  La segunda, entre 1847 y 1849, tuvo importancia sólo en Cataluña.  La tercera se declaró en 1872 y duró hasta 1875, año en el que comenzó el período de mayor estabilidad política del siglo.

A fines del siglo XIX los sentimientos nacionalistas vigentes desde las guerras carlistas en Cataluña y el País Vasco adoptaron la forma de partidos políticos: en 1891 se funda la Unió Catalanista, y en 1895 el Partido Nacionalista Vasco, este último mucho más radical que el primero. Los planteamientos de estos movimientos irán desde el autonomismo reformista al separatismo radical. Ambos reclamaban un cierto grado de soberanía y autogobierno basado en los fueros. Se trataba de nacionalidades que históricamente habían sido independientes y que, por lo tanto, habían preservado sus costumbres, culturas, y lenguas propias. Ambas regiones se contaban entre las más ricas e industrializadas de España, por lo que los dos movimientos tuvieron su origen y apoyo principal en una burguesía que estaba inaugurando la revolución industrial del siglo XIX español. Estas ideas nacionalistas serán factor importantísimo en la historia de España a partir de su aparición en el escenario político y cultural de la nación.

El "desastre" de Cuba y la Generación de 1898

En la política exterior el acontecimiento más importante fue la segunda guerra de Cuba, que había empezado con la insurrección de José Martí en Cuba (1895) y de Andrés Bonifacio en las islas Filipinas (1896). Defendiendo sus propios intereses en las Antillas, los Estados Unidos apoyaron a los rebeldes cubanos y en 1898 declararon la guerra a España después de la sospechosa explosión que hundió al barco Maine en la bahía de La Habana. Al ser destruida la escuadra española en las batallas de Cavite (Filipinas) y de Santiago de Cuba, España tuvo que aceptar el Tratado de París, por el que renunciaba a la soberanía de Cuba y, a cambio de 20 millones de dólares, cedía a los Estados Unidos las islas Filipinas, Guam, Cuba y Puerto Rico. Con la derrota de 1898 se liquidaron los últimos restos de lo que había sido el imperio español de ultramar.

La pérdida de las últimas colonias provocó una profunda crisis en la cultura española. Un grupo de escritores conocidos como la Generación del 98 intentó investigar las causas profundas del desastre y buscar fórmulas para la regeneración de España. Su producción se centró en la literatura, pero se dio también en el ensayo, la historia, la filosofía, la pintura y la ciencia. Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Azorín, Ramón del Valle-Inclán, Pío Baroja y Ángel Ganivet son los escritores más representativos de esta producción cultural. Para ellos, una modernidad española nunca realizada del todo—lo que se llegó a llamar "el problema español"—se convirtió en el tema directo o indirecto de prácticamente todas sus obras.