Capítulo 1: Iberia antes del siglo VIII

Contexto histórico

La Península Ibérica ha sido habitada por seres humanos desde el último período glacial, cuando en la costa norte vivían los representantes de una cultura paleolítica denominada magdaleniense (por el nombre del lugar en el centro-oeste de Francia donde se identificó por primera vez). Fueron los autores de pinturas rupestres como las célebres de la Cueva de Altamira, en la región septentrional de Cantabria.

El comienzo de lo que se pueden llamar las civilizaciones de Iberia está marcado por la creación de asentamientos permanentes con sociedades complejas que se mantenían de la explotación agrícola y cuyos miembros desarrollaron nuevas técnicas de metalurgia (sobre todo en la manipulación del cobre y el estaño para la fabricación de armas y herramientas de bronce). La evidencia arqueológica para el período prerromano ofrece la perspectiva de un lugar dinámico y de gran diversidad cultural, una situación que responde en parte a la diversidad geográfica de la península.

La proximidad de Iberia al norte de África y su acceso por tierra y por mar a las costas de Europa, tanto mediterráneas como atlánticas, le convirtió en momentos clave de su historia en una especie de cruce de caminos para diversas culturas de la cuenca mediterránea y del noroeste de Europa.

La cultura prerromana más importante antes de las colonizaciones de griegos y fenicios es la de los denominados iberos. Ocupó los territorios orientales y meridionales —lo que es hoy Andalucía y la costa levantina (Murcia, Valencia y Cataluña). En el norte y noroeste de la península, excepto en los territorios de vascones, hubo asentamientos de pueblos célticos a partir de una primera oleada de colonos en el siglo X a.C.

En el interior, como hoy en día, se cultivaban cereales, olivos y vides y se criaba ganado; hubo también minería de metales preciosos, cobre, estaño y plomo, y en las costas surgió un importante comercio de metales, reflejo de la riqueza mineralógica de la península que sería aliciente para futuras colonizaciones por parte de otros grupos.

Fenicios, griegos, cartagineses y romanos

La colonización fenicia del norte de África, las islas mediterráneas y la costa meridional de Iberia fue un largo proceso en la expansión de un "imperio" esencialmente comercial. Sin ambiciones de grandes conquistas territoriales, los fenicios establecieron una cadena de ciudades-puertos empezando en su territorio original al norte de Palestina para mejor controlar el comercio por el Mediterráneo. Su interés en Iberia tendría que ver entre otras cosas con las importantes minas de plata y cobre. La influencia de los fenicios sobre los pueblos iberos con los que tuvieron contacto fue decisiva. Se observa en los objetos de arte, sobre todo en el desarrollo de sofisticadas técnicas de orfebrería. Prácticas y creencias religiosas fenicias se adoptaron en Iberia a partir de estos contactos. Las famosas esculturas iberas del siglo IV a.C., conocidas como la Dama de Elche y la Dama de Baza, de hecho pueden ser una representación de la diosa púnica (es decir, fenicia) Tanit.

La cultura ibera más importante que resultó de este cruce de tradiciones es la del pueblo conocido por el nombre de Tartessos, según la nomenclatura griega. La Biblia se refiere a ella como Tarsis. Heródoto en sus Historias habla de una ciudad fabulosamente rica llamada así en la costa sur de Iberia. Sus moradores dominaron la extracción y el comercio de metales (oro, plata, cobre) en esa zona. El llamado “reino” de Tartessos —si es que tal entidad política existió alguna vez —experimentó un declive hacia finales del siglo VI a.C. aunque no se sabe bien por qué. Alrededor de la misma época, Tiro, la ciudad más importante de Fenicia, cayó en manos de las fuerzas persas que invadían Levante y Asia Menor provocando así el debilitamiento de la influencia política de los fenicios en Iberia y un cambio en su núcleo de poder, de Tiro a la ciudad norafricana de Cartago.

Mientras tanto, el tradicional interés en la Península Ibérica por parte de comerciantes griegos (competidores de los fenicios en el Mediterráneo) se vio respaldado por el establecimiento de un importante puerto comercial griego en la costa oriental, cerca de lo que es hoy la frontera con Francia. Emporion (hoy Empúries en catalán y Ampurias en castellano), establecido en 575 a.C., fue un satélite de la colonia de griegos originarios de Asia Menor de Marsella (sur de Francia). Su nombre es significativo: es la palabra griega para “mercado”.

El auge de Cartago, la colonia fenicia que llegó a suplantar a Tiro en importancia después de la conquista de aquella ciudad por los persas, coincidió con el rápido crecimiento del poder de los romanos en la cuenca mediterránea. Cartago fue el mayor rival político, económico y militar de Roma. Uno de los objetivos de los cartagineses tras perder Sicilia en la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.) fue reafirmar su control sobre el comercio en metales de Iberia. Con ese fin, alrededor del año 230 a.C. fundaron Cartago Nova (hoy Cartagena, en la provincia de Murcia en la costa oriental) como satélite de la Cartago africana original y emprendieron una política agresiva de conquista militar en la Península, consiguiendo someter el territorio al sur del río Tajo (en el centro de la meseta) y toda la costa levantina.

En la Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.), el general cartaginés Aníbal usó Cartago Nova como base de operaciones para invadir Italia por el norte después de cruzar los Pirineos y los Alpes con su ejército—inicialmente alrededor de 100,000 soldados, cifra que se redujo por la mitad antes de llegar a Italia—(de un número desconocido de elefantes, sólo sobrevivieron tres al final de la larga marcha). Roma comprendió que el control de la Península Ibérica era de crucial importancia para su seguridad ya que era la base de la economía cartaginesa y fuente de suministros para sus ejércitos. Durante el conflicto en Italia, Roma llevó la guerra a Iberia. Al final, después de importantes pérdidas, Roma pudo imponerse, invadiendo la propia Cartago. La ciudad perdió definitivamente sus antiguos territorios ibéricos.

Ello no quería decir que Iberia fuera ya romana. La resistencia de los pueblos autóctonos a los agresores romanos fue dura y larga, al contrario de otras tierras que Roma luego conquistaría, como Galia o territorios en el este del Mediterráneo. Roma no consiguió someter toda la península a su control hasta doscientos años después. Durante la fase de conquista bajo la República la península fue dividida en dos provincias, Ulterior y Citerior (“más lejana” y “más cercana”), aquélla correspondiendo a los territorios del sur y ésta a la costa levantina —es decir, las tierras principales de las tribus iberas y las colonizadas por los cartagineses—.

De las campañas romanas en Iberia ciertos conflictos se hicieron legendarios. La figura de Viriato, líder lusitano—de las tribus de la zona más occidental de la Península—, sobresale porque consiguió contener temporalmente a las fuerzas romanas mediante tácticas guerrilleras que evitaban un enfrentamiento frontal con el enemigo. Viriato pactó una alianza con tribus celtíberas y juntos emprendieron la defensa de un territorio amplio, hasta el asesinato a traición del caudillo lusitano en el año 139 a.C. El suceso con más renombre de esta larga lucha por ocupar la península fue el cerco y destrucción en 133 a.C. de la ciudad celtíbera de Numancia, en la provincia moderna de Soria, por parte del general romano Escipión Emiliano. La resistencia suicida de los numantinos cobró fama legendaria (se han establecido paralelos con la experiencia histórica de la Masada palestina), inspirando siglos después el célebre drama La Numancia de Miguel de Cervantes.

Hispania colonia romana

La presencia romana en la Península Ibérica tuvo un impacto cultural decisivo y ha dejado huellas indelebles en las sociedades posteriores de la Península Ibérica, como en otras zonas del mundo que Roma conquistó. El nombre moderno del país que ocupa la mayor parte de la península, España, tiene su origen etimológico en el que los romanos utilizaban para designar este territorio: Hispania. La lengua latina también se impuso como lengua de toda la península, con la excepción de ciertas poblaciones en las montañas del norte (los antiguos vascones).

Bajo la República, Hispania era un territorio periférico. Esta política empezó a cambiar radicalmente bajo Augusto, tras los pasos iniciales de Julio César. Augusto divide la península en tres unidades administrativas con sus respectivas capitales: Baetica, correspondiendo más o menos a los antiguos territorios de Tartessos en el sur, con la capital en Corduba (Córdoba); Tarraconensis, que abarcaba la costa levantina y todo el territorio central y norte, con su capital en el asentamiento romano en la costa este, Tarraco (Tarragona); y Lusitania, un territorio en la costa atlántica, lo que es hoy el sur de Portugal, con su capital en Emerita Augusta (Mérida). Asimismo, se emprendió una política más coordinada de romanización.

La colonización romana de la península se llevó a cabo en su mayor parte mediante el reparto de las tierras conquistadas a integrantes y veteranos de los ejércitos del Imperio. Ciudades hispanorromanas importantes como Emerita Augusta, Itálica (cerca de Hispalis, o sea, Sevilla) y Caesaraugusta (Zaragoza) tuvieron su origen en esta práctica. No se puede hablar, sin embargo, de una romanización uniforme, ni siquiera después de que el emperador Vespasiano concediera ciudadanía a todos los habitantes de Hispania en el año 71 en un intento de uniformizar el estatus legal de los hispanorromanos y de imponer el sistema jurídico romano a toda Hispania. La romanización del sur y el este fue más rápida y profunda; en el norte y el noroeste este proceso tardó bastante más, y hubo asentamientos célticos con sus edificios característicos hasta el siglo IV d.C. La Hispania Baetica fue la provincia más rica, exportadora sobre todo de aceite de oliva, trigo, lana y metales preciosos. La época más próspera de Hispania coincide con la extensión del Imperio a sus confines más amplios, en el siglo II d.C.

Es en este momento cuando se observan las edificaciones romanas más impresionantes en Hispania y el mayor crecimiento de una cultura urbana en varios puntos de la península con la construcción de nuevas ciudades y la expansión de asentamientos antiguos. Estos lugares se beneficiaron de la construcción de una red de caminos que facilitó la comunicación entre lo que antes en muchos casos habían sido pequeñas comunidades comparativamente aisladas y las conectó con el mundo romano más amplio. Todo ello apoyó la explotación agrícola y minera de las provincias y la exportación de sus productos a la capital en Italia. Esta interconexión y prosperidad también fomentaron la definitiva asimilación de poblaciones locales a la cultura romana, en su adopción del culto a los dioses romanos, su preferencia por el uso de la lengua latina y su conformidad con la aplicación general del derecho romano.

La época temprana del imperio también produjo varios hispanorromanos ilustres, entre ellos Séneca—filósofo del estoicismo—, el orador Quintiliano y dos emperadores: Trajano y su sucesor Adriano. Estas personas se hicieron famosas todas, sin embargo, no en Hispania sino en Roma y allí se quedaron después de emigrar: el atractivo de la gran metrópolis era mucho mayor para los ambiciosos que el de las provincias. Una excepción es Marcial (nacido en una ciudad de la actual provincia de Zaragoza) que como poeta célebre en Roma escribió versos expresando orgullo de sus orígenes y volvió a su tierra natal antes de morir.

Al final del siglo II, sin embargo, la suerte del Imperio cambia y pasa por una larga época de conflictos internos. La ascendente religión cristiana es un factor muy importante en este proceso también. No se sabe exactamente cuándo llegó el cristianismo a la Península Ibérica, pero hubo seguramente cristianos ya en el siglo II. Tras la legalización del cristianismo por el Emperador Constantino en 313, cobró legitimidad hasta convertirse en religión oficial del Estado (con la prohibición del culto a los dioses paganos) en 392 bajo el emperador Teodosio.

Las invasiones germanas

El período tras la muerte de Teodosio marca el debilitamiento y caída final del imperio occidental tras los conflictos con los pueblos bárbaros en el siglo V. (El imperio oriental, también conocido por el nombre de Bizancio, seguiría en pie hasta la conquista de Constantinopla en 1453 por los turcos otomanos.) En Hispania, tres grupos se aprovecharon del momento de inestabilidad a principios del siglo V para ocupar lugares de la península: los alanos, los suevos, y los vándalos. Pero el grupo que tendría un impacto mayor en Hispania fue los visigodos (o “godos occidentales”). Los visigodos tomaron posesión del sur de Galia (el sur de lo que hoy es Francia) pero la invasión de los francos de Galia obligó a los visigodos a huir a Hispania, donde se establecieron definitivamente a principios del siglo VI. Los visigodos establecieron la capital permanente de la monarquía visigoda en la céntrica ciudad de Toletum (Toledo).

Los visigodos siempre constituyeron una minoría pequeñísima entre la población hispanorromana. Su adhesión a la secta cristiana del arrianismo también los distinguió de la población local, que siguió el dogma católico de Roma. Las tensiones entre la Iglesia hispanorromana y los visigodos arrianos se acabaron con la conversión al catolicismo del rey Recaredo en 587 y la imposición del catolicismo como dogma oficial del reino.

El siglo VII presenció la producción en la Hispania visigoda de dos textos que tendrían una gran trascendencia cultural. El primero fue la monumental obra del obispo hispanorromano Isidoro de Sevilla (c. 560-636) conocida como las Etimologías, un resumen de todas las ramas del saber clásico—desde la gramática hasta las ciencias naturales—con un análisis de la etimología de los términos básicos de cada campo. Sirvió como obra de referencia fundamental durante siglos, hasta bien entrado el Renacimiento. El segundo texto fue una recopilación en el año 654 de las leyes del reino conocida como Liber iudiciorum (“Libro de los juicios”), llevada a cabo bajo el rey visigodo Recesvinto y que proveyó un código jurídico que aplicó tanto a visigodos como a hispanorromanos.

El sistema político de los visigodos, basado en una monarquía electiva (según la tradición germana), se prestaba a la inestabilidad institucional a pesar de esfuerzos unificadores como el Liber iudiciorum. A principios del siglo VIII, una guerra civil sobre la sucesión al trono visigodo propició la intervención de un ejército foráneo en el conflicto. La invasión de la Península Ibérica en 711 por un ejército del norte de África, compuesto en su mayoría de soldados beréberes y liderado por caudillos árabes, marcó el comienzo de otra época en la historia de este territorio, lo cual supuso grandes cambios sociales, políticos, económicos y culturales en la vida de sus habitantes.