Capítulo 7: El imperio en crisis (siglo XVII)

Contexto histórico

El reinado de Felipe III

A pesar de la reducción de recursos materiales y humanos que caracterizó los últimos años del reinado de Felipe II, bajo su hijo Felipe III se mantuvo como ideal nacional la meta del triunfo universal del catolicismo mediante el dominio militar español. Este objetivo se vio condenado a ser un mero ideal debido a la inaptitud del rey, quien carecía de las inclinaciones políticas de su padre, y lo que es más importante, la de sus consejeros. El duque de Lerma, el valido de Felipe III (es decir, su favorito o consejero principal) intentó asegurar su propia posición en la corte mediante la distribución de nuevos privilegios y títulos a miembros de la alta nobleza.

La plaga del reino era la rampante inflación provocada por la producción de moneda en tres ocasiones durante el reinado de Felipe III, cuyas soluciones temporales para la enorme deuda del gobierno resultaron ser altamente ineficaces. De hecho, esta estrategia no sirvió para evitar una bancarrota más del gobierno en 1607. La corona contrajo sus deudas principales con banqueros alemanes, flamencos y genoveses. Los más famosos—o notorios—de la época fueron la familia de los Fugger de Augsburgo. Los Fugger históricamente habían apoyado los intereses de los Habsburgo a lo largo del siglo XVI con enormes préstamos a la Corona española, una política que continuaron hasta la disolución de la compañía a mediados del siglo XVII.

Felipe III y Lerma fueron responsables de la expulsión de los moriscos en 1609, la cual, junto con la expulsión de los judíos en 1492 y el establecimiento de la Inquisición, constituye uno de los momentos más negros de la historia de España. Aunque ciertos miembros de la nobleza inicialmente se opusieron a esta política dado que se beneficiaban de la presencia de mano de obra morisca para cultivar sus tierras, la hostilidad contra los moriscos era generalizada entre otros españoles, especialmente después de los conflictos civiles en Granada durante el reinado de Felipe II. Al contrario que a los conversos de ascendencia judía, a las comunidades moriscas se les permitió un mayor grado de autonomía cultural durante la mayor parte del siglo XVI. No fue hasta el reinado de Felipe II que se les empezó a presionar con fuerza para que adaptaran a las normas sociales y culturales cristianas. Aun así hay evidencia de que muchos moriscos continuaron practicando el Islam hasta el momento de su expulsión. Su diferencia cultural, junto con el miedo entre los españoles no moriscos de que éstos podrían aliarse con corsarios turcos para atacar o invadir la península, proporcionó la justificación ideológica para la expulsión, la cual supuso el exilio de lo que se estima fueron 275,000 personas.

A pesar de los numerosos problemas políticos y económicos de España en esta época, la primera mitad del siglo marca la época de mayor esplendor en la literatura y las artes. (La designación de “Siglo de Oro” suele aplicarse a los siglos XVI y XVII, pero los artistas y autores de mayor renombre son de finales del XVI y principios del XVII.)

El reinado de Felipe III fue notable por los ostentosos gastos en espectáculos de corte. Madrid, el centro de las actividades de la corte real, se caracterizó por una vibrante vida cultural. Junto a la Corona, numerosos mecenas aristocráticos, movidos por el deseo de demostrar su influencia en el palacio, contribuyeron al florecimiento de las artes y las letras. Algunos de los más célebres escritores y artistas españoles, como el novelista Miguel de Cervantes (1547-1616), el dramaturgo y poeta Lope de Vega (1562-1635) y los poetas Luis de Góngora (1561-1627) y Francisco de Quevedo (1580-1645), vivieron el momento de esplendor de su carrera durante el reinado de Felipe III y los primeros años de su hijo Felipe IV. En esta época también el pintor español más importante del siglo XVII, Diego Velázquez (1599-1660), empezaba a ser conocido en Sevilla. Por otra parte, el lujoso estilo de vida de la pequeña minoría que podía patrocinar a pintores y poetas suponía un fuerte contraste con la extendida pobreza entre la población de las principales ciudades españolas.

Una manifestación artística que gozó de gran popularidad tanto entre el público aristocrático como entre el popular fueron las comedias (un término que no implica necesariamente un final feliz, sino que en inglés puede traducirse simplemente como play). Éstas se representaban en los corrales de comedias o teatros públicos. Lope de Vega fue sin lugar a dudas el dramaturgo más exitoso durante las primeras décadas del siglo, aunque otros autores de renombre, tales como Tirso de Molina (1579-1648) y Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), siguieron sus huellas o avanzaron por nuevos caminos. Calderón, por ejemplo, introdujo el lenguaje difícil de los poetas conceptistas en el teatro, creando obras de extremada complejidad. Tirso fue el autor de El burlador de Sevilla, primera manifestación de la figura de “Don Juan” y modelo para la ópera de Mozart, Don Giovanni, de 1787.)

El reinado de Felipe IV

El reinado de Felipe IV (r. 1621-1665) se caracterizó por las mismas tendencias en la administración que el de su padre, Felipe III. El favorito de Felipe IV, el conde-duque de Olivares, Gaspar de Guzmán, era considerablemente más astuto como político que su predecesor, el Duque de Lerma, pero en el ámbito nacional tuvo que afrontar problemas políticos y económicos prácticamente insuperables mientras que en el ámbito internacional implicó a España en nuevos conflictos, hecho que condujo a una crisis final de la que el país no pudo recuperarse durante casi otro siglo.

Olivares se preparó para reanudar la guerra con los holandeses, en vez de con una justificación religiosa, como había sido el caso con Felipe II, esta vez con una justificación política: corsarios holandeses habían seguido atacando a la flota española en el Atlántico y en los puertos americanos durante los años de la tregua. En los años veinte, el ejército español salió victorioso en varias ocasiones, entre ellas la victoria en la ciudad flamenca de Breda en 1625, inmortalizada en un famoso cuadro de Velázquez (La rendición de Breda). A estos éxitos siguió el estancamiento militar ante la resistencia holandesa contra las fuerzas terrestres y grandes pérdidas en una batalla naval con una armada holandesa cerca la costa inglesa, la batalla de las Dunas (The Downs) en 1639. Finalmente, una importante derrota a manos de los franceses en la batalla de Rocroi (1643) pareció augurar el declive final de los ejércitos españoles en Europa.

La derrota de Rocroi fue la última de una serie de actuaciones decepcionantes para Olivares, cuyos esfuerzos en los primeros años del reinado de Felipe IV para reformar el sistema de tasación e incluso para abolir los estatutos de limpieza de sangre fueron resistidos. Olivares perdió el favor real en 1643 y Felipe IV no fue capaz de cambiar la suerte del país. En 1648 Felipe reconoció la futilidad de continuar la guerra con Holanda y reconoció la independencia de las Provincias Unidas.

El barroco

El florecimiento de las artes en la España y la América del siglo XVII respondía en parte a la riqueza generada por las minas de plata en América y a la necesidad que sentían las élites gobernantes de mostrar ostentosamente su estatus. El período de 1600 a 1750 (aproximadamente) se ha llamado tradicionalmente el barroco. Originariamente éste era un término despectivo para designar el arte excesiva y ostentosamente recargado y elaborado que había perdido popularidad durante la segunda mitad del siglo XVIII en favor del estilo neoclásico. Hoy en día se aplica a la arquitectura, escultura, pintura, música y literatura de este período, sin ninguna connotación negativa.

El estilo barroco en las artes visuales, más abiertamente artificioso y dramático que el neoclasicismo renacentista con su énfasis en la simplicidad y el equilibrio, se originó en Italia y se extendió rápidamente a otras zonas de Europa, particularmente la Europa católica. En la arquitectura, el nuevo estilo implicó la adopción de nuevas formas geométricas (ovaladas, elípticas, etc.) y un énfasis en las formas curvilíneas. Los arquitectos barrocos convirtieron las fachadas de sus edificios en decorados teatrales y llenaron sus interiores de elaboradas estructuras ornamentales. Las formas clásicas (arcos, columnas, etc.) no se rechazaron aunque se reinterpretaron: las columnas retorcidas, por ejemplo, se convirtieron en un rasgo típico de la arquitectura barroca. La complejidad de este estilo aumentó con el paso del tiempo hasta alcanzar su punto extremo en el siglo XVIII. El barroco más tardío, ya bien entrado el siglo XVIII, suele denominarse rococó.

En el campo de la escultura, artistas como el napolitano Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) trataron de transmitir un sentido de dramático dinamismo en vez de estabilidad y equilibrio. (El David de Bernini, a punto de lanzar una piedra contra Goliat, contrasta con, por ejemplo, la calma monumental del famoso David de Miguel Ángel). En la pintura se buscaba un dramatismo similar tanto en el contenido como en la presentación, con figuras dinámicas, escenas de violencia y marcados contrastes entre luces y sombras. Aunque la pintura italiana (como la de Caravaggio, 1571-1610) ejerció la mayor influencia entre los pintores españoles, uno de los artistas más emblemáticos del nuevo estilo fue el flamenco Pieter Paul Rubens (1577-1640), quien además influyó directamente en la obra del que se considera el mayor pintor en España de la época, Diego Velázquez (1599-1660). Junto con Velázquez, la serie de brillantes pintores españoles del siglo XVII—entre ellos José de Ribera (1591-1652), Francisco de Zurbarán (1598-1664), Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) y Claudio Coello (1642-1693)—adoptaron estas características en sus obras, cada uno con su propio estilo personal.

A menudo es difícil trazar paralelismos entre las artes visuales y las escritas. En el caso del barroco, sin embargo, es fácil ver cómo se puede comparar la estética profusamente ornamentada de la arquitectura y el dramatismo de las artes visuales con la poesía de Luis de Góngora (1561-1627) y de sus numerosos imitadores. Sus principales obras, como por ejemplo la Fábula de Polifemo y Galatea, muestran una sintaxis y un vocabulario difíciles y latinizantes; por otra parte, muestran una imaginería vívida e inesperada junto con un gusto por los contrastes, las antítesis y las metáforas rebuscadas. Incluso sus detractores, como Francisco de Quevedo (1580-1645), adoptaron rasgos estilísticos frecuentes en Góngora, especialmente su preferencia por metáforas y expresiones ingeniosas.

Un tema destacado en la literatura y arte barrocos es el del desengaño, es decir, un profundo pesimismo sobre el mundo, como un lugar engañoso, ilusorio y meramente pasajero. En la poesía más amarga de Quevedo, este tema es particularmente pronunciado al igual que en los famosos versos de la obra de Calderón, La vida es sueño. Quizás el ejemplo visual más famoso del tema del desengaño sean las pinturas alegóricas de Juan de Valdés Leal (1622-1690) sobre la vanidad de este mundo. Como se señaló anteriormente se ha postulado de manera plausible que la popularidad de este tema está relacionada con las persistentes dificultades económicas y políticas de España durante el siglo XVII.

Las Américas en el siglo XVII

Las complejidades de la política europea deben haber parecido muy lejanas para la mayoría de los residentes de las colonias en el siglo XVII, excepto en el caso de las amenazas de corsarios holandeses e ingleses a las flotas y ciudades portuarias. De hecho, los holandeses se aprovecharon de la creciente debilidad española y, después de varios ataques en el Caribe y en la costa peruana del Pacífico en los años veinte, tomaron Pernambuco (en el noreste de Brasil) dominándolo durante más de dos décadas entre 1630 y 1654. Los ingleses y franceses también tomaron algunas de las islas más pequeñas del Caribe, conocidas como las Antillas menores, que los españoles no habían protegido debidamente. Con ello se proporcionó una base de operaciones para los ataques ingleses y franceses contra la flota española y para el contrabando. Al mismo tiempo, todos los rivales de España comenzaron a colonizar América del Norte: los holandeses en Nueva York, los ingleses en Virginia y Massachusetts y los franceses en Canadá.

La riqueza de lugares como Potosí en Perú y Zacatecas y Guanajuato en Nueva España atrajeron a numerosos emigrantes europeos y también animó el crecimiento de otros centros, como el próspero puerto de Cartagena de Indias en la Capitanía General de Nueva Granada (que corresponde básicamente a la Colombia moderna). Las ciudades mantuvieron su carácter europeo en su centro mientras que las poblaciones de indígenas y mestizos se asentaban típicamente en las zonas de la periferia. Se llegó a un máximo de población durante la primera mitad del siglo XVII también debido al crecimiento de la población mestiza y, en aquellas zonas donde la población de esclavos africanos era destacada, con el crecimiento de la población llamada mulata o parda.

El legado étnico de la conquista fue una cultura dividida entre criollos y mestizos. Aunque los conquistadores provenían mayormente de las clases bajas españolas, sus descendientes intentaron crear una aristocracia en ultramar. Los criollos, hijos de españoles nacidos en tierra americana, constituían la élite del Nuevo Mundo. Los descendientes directos de los conquistadores y otras familias propietarias o adineradas ocupaban el plano social más alto a pesar de carecer de títulos de nobleza. Poco a poco, esta clase fue introduciéndose en la esfera política, inicialmente en el nivel más local del cabildo, subiendo finalmente a las alcaldías y los corregimientos. Con la venta de puestos públicos en el siglo XVII el poder de los criollos aumentó, añadiendo peso político a su riqueza.

Los mestizos, producto de la unión entre españoles e indígenas, ocupaban las esferas sociales más bajas, aunque tenían más oportunidades sociales que los indígenas de sangre pura y los esclavos. En los centros urbanos el mestizaje llegó a ser tan extenso que se desarrolló un sistema de castas étnicas que precisaba los grados de mestizaje y definía características esenciales para cada una de ellas. Con el tiempo, en muchos lugares—sobre todo en México, el Perú y el Caribe—el mestizaje pasó a ser la norma racial.

Brasil, en su gran parte una zona periférica sin centros urbanos importantes, aún así desarrolló una lucrativa industria azucarera en el siglo XVII.  Para la segunda década del siglo, los esclavos africanos que ya eran numerosos en el Caribe donde la población indígena había sido diezmada durante el siglo anterior, se convirtieron en la fuente exclusiva de mano de obra. En total, junto con las posesiones españolas, se trajeron como esclavos a las Américas alrededor de tres millones y medio de africanos durante el período colonial, lo cual confirió un carácter social y cultural peculiar a Brasil y al Caribe. (Debe tenerse en cuenta que un alto número de esclavos llegó en el siglo XVIII.) El mayor propietario institucional de esclavos era la Iglesia, que los empleaba como sirvientes y como mano de obra en sus explotaciones agrícolas.

Las condiciones bajo las cuales trabajaban los esclavos eran intolerables, lo cual provocó rebeliones y fugas de gran número de ellos. En el siglo XVII, esclavos fugados fundaron en zonas remotas asentamientos conocidos como palenques en español y como quilombos en portugués. Estos esclavos, que a menudo provenían de diferentes grupos étnicos—aunque los Yoruba predominaban—intentaron revitalizar las costumbres africanas. El más famoso de estos asentamientos fue el quilombo de Palmares de Alagoas en Brasil, el cual duró hasta el siglo XVIII. Otro palenque destacado fue el fundado por Gaspar Yanga, cerca de Vera Cruz en México, y al cual las autoridades coloniales concedieron reconocimiento oficial en 1630 después de que sus residentes se defendieran contra el asalto de tropas españolas. En comparación con los indios, los africanos en general disfrutaron de menor protección de la Iglesia que al fin y al cabo participaba plenamente en la compra y explotación de esclavos. Una excepción fue el padre jesuita San Pedro de Claver (1589-1654), conocido como el “Apóstol de los Negros” por su evangelización de los esclavos en Cartagena de Indias.

El comercio entre las colonias y la metrópoli alcanzó su punto más alto alrededor de 1610 y declinó de manera constante desde entonces, un cincuenta por ciento para 1650 y otro setenta y cinco por ciento ya en 1699. Esto se debió por un lado al declive de la producción de plata en el yacimiento más importante (Potosí), y por otro, al desarrollo económico de las colonias, que podían autoabastecerse con su propia producción agrícola y productos manufacturados más económicos, como por ejemplo, productos textiles.

A mitad de siglo, el comercio del Pacífico entre Manila y Nueva España sobrepasó en valor al del Atlántico. Filipinas se había convertido en una posesión crucial y el asentamiento español en Manila había experimentado un crecimiento estable. Su primera universidad, la de Santo Tomás, fue fundada por los dominicos en 1611. El comercio de los galeones que iban entre Manila y Acapulco ligó las posesiones españolas directamente con lo que había sido el objetivo primordial de los primeros exploradores a principios del siglo XVI: la rica economía del Asia oriental. La moda europea por los productos de lujo chinos (cerámica, seda, especias, etc.) siguió creciendo a lo largo del siglo XVII y la conexión entre Nueva España y Manila estimuló la producción en América de manufacturas que imitaban productos chinos. La ciudad mexicana de Puebla en particular se convirtió en un centro importante de alfarería y sus ceramistas desarrollaron un estilo que a veces incorporaba elementos tanto árabes como chinos así evocando las formas y diseños exóticos tan apreciados entre la aristocracia europea y americana pero también continuando la antigua tradición de la cerámica musulmana de Iberia.

A medida de que la Corona intentaba cubrir las enormes deudas incurridas en las guerras europeas, comenzó a vender cargos políticos en las Américas, primero a nivel local bajo Felipe II a finales del siglo XVI y, luego, bajo Felipe IV, puestos en el tesoro (1633). Bajo el reinado de su hijo Carlos II, se vendían puestos en la administración provincial (1677), como los de corregidor y gobernador. Las consecuencias inesperadas de esta venta de puestos políticos fueron complejas: por un lado,  promovió una rampante corrupción, ya que los oficiales que habían pagado por obtener su puesto trataban de recuperar la inversión; por otro, supuso que habría un número cada vez mayor de criollos (o sea, residentes de ascendencia europea nacidos en América) en control de los varios niveles de gobierno.

Otra fuente de abusos fue la hacienda, sucesora de la encomienda y el repartimiento y precursora de los grandes latifundios que siguieron. La hacienda, propiedad agrícola de gran extensión, resultaba de la especulación que juntaba pequeñas extensiones de tierra bajo el mando de un solo terrateniente, de lo que surgían el peonaje y un sistema de deuda vitalicio y hereditario para el labrador.

Uno de los mayores obstáculos para valorar la prosperidad y estabilidad de la economía colonial en esa época es la creciente importancia del contrabando y del comercio ilegal con otras potencias europeas que habían establecido bases en el Caribe. Lo que es cierto es que a medida que transcurría el siglo XVII, las cortes virreinales de Lima y México pudieron aspirar a competir con la de Madrid en la grandiosidad y lujo de sus espectáculos destinados a demostrar su poder político. Las ciudades americanas más importantes desarrollaron una cultura literaria y artística suya propia, con célebres poetas, espléndidas obras de arte e impresionantes edificaciones.

La Iglesia era el segundo poder institucional después de la Corona en las colonias. La Corona ejercía un mayor control sobre la Iglesia colonial que sobre su equivalente peninsular y operaba en tándem con los intereses del gobierno de Madrid. Debido a la creación en el siglo XVI de universidades en las colonias, ya a principios del siglo XVII, los criollos superaban en número a los españoles en la Iglesia americana, la cual se hallaba firmemente anclada en la cultura local. Una señal de la importancia de los criollos en la vida de la Iglesia fue la canonización en 1672 de la monja mística y asceta Santa Rosa de Lima (1586-1617), el primer santo americano. La Iglesia americana también era el mayor propietario de tierra de América y además se había convertido en el mayor prestamista de las colonias, por lo cual estaba en una posición ventajosa para ser también el mayor promotor de las artes en América. El siglo XVII presenció la construcción de ricas iglesias en todas las principales ciudades e incluso en otras menos importantes.

El mestizaje racial encontró su paralelo cultural en el sincretismo religioso. Aunque los españoles intentaron acabar con las religiones indígenas mediante la destrucción de los lugares sagrados precolombinos y la evangelización, no lograron erradicar por completo esas creencias. La supuesta aparición de la Virgen de Guadalupe en 1531 ante el indígena cristianizado Juan Diego había sido una de las primeras manifestaciones del sincretismo religioso, pues se trataba de una virgen claramente mestiza. En México se produjeron dos identificaciones populares: entre las figuras de Cristo y la de Quetzalcóatl, y entre la Virgen de Guadalupe y la diosa azteca Tonantzin.

En Cuba el sincretismo religioso combinó el cristianismo con la religión africana de los yorubas. Esta fusión cristiano-yoruba creó la santería, religión popular que tiene variantes parecidas en el candomblé brasileño y el vudú haitiano. Las deidades santeras representan las dos religiones: Yemayá, diosa africana del mar, es también Nuestra Señora de Regla, patrona de los marineros; Ochún, deidad africana de los herreros, se asocia con san Pedro y sus llaves de hierro del paraíso; y Changó, dios de la Guerra, tiene su contraparte cristiana en santa Bárbara, patrona de los artilleros y de los mineros.

El exceso producido por el sincretismo—la combinación de varios códigos culturales y religiosos—se reflejó en las creaciones artísticas de la época. El esquema europeo del barroco se combinó con los elementos americanos del mestizaje y una realidad diferente y abundante para producir una variante exhuberante del barroco que se denomina barroco de Indias. En Perú y en México en particular, la riqueza de las minas de plata financió la creación de numerosas obras de pintura y escultura (que rivalizan el mejor arte europeo de la época) y la construcción de espectaculares edificios barrocos. La iglesia de Tonantzintla, construida principalmente por albañiles indígenas, ejemplifica en su construcción y decorado este sincretismo cristiano-indígena.

El último gran poeta del barroco español fue una mujer que residía en Nueva España: Sor Juana Inés de la Cruz. Escritora de textos poéticos, ensayísticos, sagrados y epistolares, sor Juana gozó de prestigio y protección en los círculos eclesiásticos y virreinales, hecho poco común para una mujer de su época. Sor Juana intervino en disputas teológicas, escribió sonetos amorosos y filosóficos y defendió el derecho de la mujer a la educación. En su famosa "Respuesta a Sor Filotea de la Cruz," sor Juana escribe una autobiografía en la que reivindica su vida y sus preocupaciones intelectuales ante la crítica de la Iglesia. Su obra representa sin duda el punto culminante del barroco americano.

Epílogo: Carlos II

El hijo de Felipe IV, Carlos II, conocido como “el Hechizado” (the bewitched), era enfermizo y mentalmente discapacitado, víctima de generaciones de endogamia entre los Habsburgo. Su madre, Mariana de Austria, gobernó como regente hasta que él subió al trono en 1675 a los catorce años. La regencia de su madre y su reinado se vieron marcados por las intrigas palaciegas y las derrotas en el extranjero a pesar de los esfuerzos del capaz primer ministro de Carlos, el Conde de Oropesa, nombrado en 1685. El declive de la población, una característica de la segunda mitad del siglo, dejó a España en 1700 con sólo 6,6 millones de habitantes, un descenso de los 8,5 millones de comienzos del siglo. En 1668, España reconoció oficialmente la independencia de Portugal y a continuación sufrió derrotas con Francia en tres conflictos sucesivos. Se vio obligada a ceder el Franco Condado a Francia en 1679 y Luxemburgo en 1684; en 1697, los franceses ocuparon Flandes y Cataluña. En la última guerra del siglo, la Guerra de la Gran Alianza, viejos enemigos (Inglaterra, las Provincias Unidas, el Sacro Imperio Romano y España) se unieron contra la Francia expansionista de Luis XIV que ahora estaba preparada para reclamar la hegemonía en Europa. Sin embargo, el tratado firmado tras la derrota española de 1697 devolvió Cataluña y Luxemburgo a España ya que Luis XIV negociaba para que su nieto, Felipe V, ocupara el trono español. Así fue que en 1700, a la muerte de Carlos II sin sucesor, como pariente masculino más allegado en la línea de sucesión, Felipe V aceptó la corona española, instaurando la dinastía que todavía ocupa hoy día el trono español (los Borbones), y confirmando a su vez la hegemonía francesa en Europa. La Guerra de Sucesión (1702-1714), sobre la legitimidad de su derecho a ocupar el trono español, se libró entre las principales potencias de Europa (Francia y España contra la “Gran Alianza” de Austria, Inglaterra, Holanda, Dinamarca y Portugal). Se firmó la Paz de Utrecht en 1713, tras la cual cesaron las principales hostilidades y un año más tarde se ratificó la paz entre Francia y los Habsburgo austriacos. Según el tratado de Utrecht, España perdió los Países Bajos católicos (Flandes) y las posesiones italianas a favor del Archiduque Habsburgo de Austria; Inglaterra recibió Gibraltar y la isla de Menorca, dos lugares estratégicos militar y económicamente, y consiguió el monopolio sobre la trata de esclavos en las colonias españolas de América. Pero el tratado confirmó la sucesión de Felipe V al trono español, a cuya renuncia accedió su rival, el Archiduque de Austria.